sábado, 31 de diciembre de 2011

Welcome 2012!!

Un abrazo. Una vela. Una sonrisa. Un arrullo. Una copa de vino. Un pañuelo. Un libro. Un sueño. Un pincel. Una canción. Un cuento de hadas. Una noche estrellada. Un soplo de escarcha y destellos. Una foto. Un recuerdo indeleble. Un reno de peluche. Una concha de mar. Un abrigo. Una melodía de piano. Una pluma. Una buena noticia. Unos aretes de perlas. Una flor de cerezo. Un arcoiris. Un crepúsculo ensoñador. Una lágrima (y solo una). Una torta de chocolate. Un pudín de vainilla. Un par de mejillas sonrosadas. Una bufanda. Unas buenas carcajadas. Una cena romántica. Un momento en familia. Una celebración. Un anillo. Un amor

Todo esto y más les desea Indeleblia, para que sean felices y su vida se llene de mucha fuerza, luz y sueños de colores.

Un abrazo, con sincero afecto bloggero.


A.

martes, 27 de diciembre de 2011

El lugar que nunca duerme

Publicado en Qhubo Barranquilla, el 22 de junio de 2011

El mercado de Barranquilla es un hervidero de gente que desde sus diversos roles, logra mantener activo un escenario donde la palabra ‘dormir’ no existe.


Mientras usted se prepara para irse a la cama, ellos están terminando de alistarse para salir a trabajar. Unos llegan a las 6 de la tarde, otros a las 2 de la mañana. Tienen horarios tan disímiles como sus vidas, y un factor común que los une, su trabajo. Ellos son los protagonistas de un sitio emblemático de la ciudad, los que laboran en la plaza de alimentos más popular de Barranquilla. Los que viven en una dimensión paralela mientras la ciudad duerme.


Sin parar…
La imagen más nítida del mercado es la comunión de gentes, que entre bultos y carretillas, tintos y verduras, trabajan incansablemente, de sol a sol, para cumplir con el encargo divino del trabajo, esa bendición que se traduce para ellos en una frenética jornada.

Son 24 horas de trabajo sin parar. No hace falta adentrarse mucho al corazón del lugar para saber que allí el tiempo no se detiene. La actividad del expendio más grande frutas y verduras es maratónica. Es, al igual que los hospitales y clínicas de la ciudad, uno de los pocos lugares donde las labores no dan tregua. Sol y luna dan lo mismo, bajo la luz de ambos astros se ‘camella’ por igual.

En la madrugada no hay tiempo para el descanso y la diversión, escasamente para un tinto que mantenga las energías y  recuerde que los párpados no pueden caer.


De mayoristas y coteros
Don Fernando llega a las 10 de la noche y se instala en una silla de madera donde recibe a sus clientes y despacha la mercancía que encargó a traer desde el interior del país. Con calculadora en mano, saca cuentas del precio de la zanahoria, la papa y la cebolla blanca.

Se mantiene sentado en su sitio hasta las nueve de la mañana, hora en la que ya ha terminado de venderle la mercancía a los tenderos y dueños de casinos y restaurantes. Luego de esto, comienza a organizar los pagos y cobros hasta las dos de la tarde, aproximadamente. Permanece 16 horas en su trabajo y le restan ocho para dormir, descansar, comer. El martes es su día de descanso, en el que finalmente podrá acostarse a las horas en las que usualmente cumple con su rol de mayorista.

La mano derecha de don Fernando son los ‘coteros’, los encargados de bajar y cargar los bultos de alimentos para su comercialización. La mayoría de ellos llega entre las seis de la tarde y las siete de la noche, y reciben un sueldo diario que oscila entre los 25.000 y 30.000 pesos.

Carlos Coronado descarga tractomulas. Su piel resistente, casi inmune al volumen de los bultos, es el resultado de un ejercicio que realiza  desde hace 27 años. Desde las seis de la tarde está en el mercado echándose sacos al hombro bajo el resplandor de las estrellas, que como faroles encendidos, trazan una línea imaginaria en su vida, pues son el anuncio innegable de que ha llegado la hora de trabajar.

Los carretilleros son los otros responsables del transporte de mercancías. Su instrumento es una improvisada caja de madera con ruedas zambilocas que no logran sincronizarse en ninguna dirección. Sus piernas son el motor del vehículo y las que lo conducen a donde mande el cliente. Su vigor es la materia prima de su trabajo, que a son de empujar carretilla, marca el ritmo del dinero que puedan conseguir para su sustento.


Entre penumbra y verduras
Una bombilla a medio encender cuelga del puesto de verduras del tío de Osvaldo. Este último es quien lo ayuda a organizar ese rincón del mercado público. Se despierta a la una y media de la madrugada para alcanzar a tiempo un taxi colectivo que lo transporte hasta allá. Permanece en el negocio hasta el mediodía, luego duerme hasta las tres de la tarde y vuelve al ruedo: saca una moto de su propiedad y trabaja como mototaxi hasta las ocho de la noche.

Todo lo hace por sus hijos, que son cinco, y a los que quiere darles lo mejor. Su desgastante rutina es el único seguro que tiene para asegurarles un futuro. Ante esta realidad, separar y ordenar los tomates y el cebollín bajo la incipiente luz se vuelve una labor más llevadera. Sus hijos lo hacen reinventar sus posibilidades para soñar con destino mejor para ellos.

Entre verduras también se desenvuelve la vida de Edwin Herrera, un vendedor de legumbres y hortalizas al detal.  Acostumbrado a madrugar, los 22 años que tiene con su puesto le han enseñado a no preocuparse por respetar festivos o fechas especiales ni por desayunar a las 11 de la mañana.

Cuenta con dos ayudantes que lo apoyan a pesar los productos y despacharlos, y como tiene espíritu de comerciante, tiene arrendado un local de billares que le sirve como otra entrada para mantener a su familia. Todos los días viaja en colectivo desde el barrio Santa María, donde vive,  y le tranquiliza saber que afortunadamente, siempre logra vender toda la mercancía.


“Un tintico para el sueño”
No hay mejor remedio para el sueño que un tinto, dicen los abuelos. Una oleada de energía retorna al cuerpo cuando la cafeína actúa en este y recargan las baterías para trabajar. Nadie mejor para ratificar este saber popular que quienes trabajan, bajo sol y sombra, en el mercado.

Lorena es una ‘tintera’ conocida en el sector. Tiene clientes fieles a determinadas horas del día. Ella sabe a qué lugar dirigirse dependiendo de las agujas del reloj.  Su labor es una de las más importantes de las que confluyen en esa plaza, es una especie de ‘polo a tierra’ para todos aquellos quienes, en determinado momento, se sienten vencidos por el sueño, que de vez en cuando hace de las suyas.


La vida, a pie
Don Gustavo conoce muy bien el significado de un tinto. Lo toma durante todo el día para permanecer dinámico mientras vende toallitas. Ya son 18 años con los ‘trapitos al hombro’, trabajo que le ha valido para que la comida “no se embolate”, como dice él mismo.

Recorre el lugar desde las dos y media de la madrugada proponiendo su mercancía y extiende su caminata hasta las seis de la tarde. “Ya no siento el dolor en los pies, sino el engaño”, admite con desenfado este hombre oriundo de Campamentos, Antioquia, al que los 43 años que lleva viviendo aquí lo hacen sentirse “más barranquillero que nunca”.  

 Para él, los cayos no son más que necedades, por eso se traslada a pie de su casa al mercado y viceversa. Vive en La Loma, pero resalta que jamás ha tenido inconvenientes con nadie porque ya lo conocen.


La ciudad descansa, ellos guerrean
En el mercado de Barranquilla, el tiempo no pasa. Las actividades que allí se realizan transcurren con tal normalidad como cuando despunta el sol y le avisa, a la mayoría de los habitantes que es hora de despertar.  La noche es testigo silente de la rutina infatigable. 

Monotonía de  tiempo completo, que crea en los trabajadores del sector la costumbre de sudar bajo las estrellas el sustento diario. Ellos están programados para ‘guerrear’ en su puesto las 24 horas del día, pues tienen un cómplice en sus exhaustivas labores: el tinto.

Mientras usted va y compra el periódico para actualizarse en cuestión de noticias, ellos llevan más de seis horas de pie, y aún les falta casi la mitad de su jornada para poder irse, por fin, a descansar.


Fotografías: Jorge Payares

domingo, 25 de diciembre de 2011

Joyeux Noël


Cualquier intento por expresar mis buenos deseos se quedará corto para intentar agradecerles el tiempo que le han dedicado a estas líneas, a este espacio. Solo puedo decirles ¡Gracias! y enviar toda mi energía para que sus anhelos, metas, ideas, se cumplan y consoliden. 
Un abrazo sincero para mis fieles lectores; otro para los ocasionales, aun a los que han llegado solo por una imagen. Cada pedacito del tiempo invertido -pues espero que haya sido y sea una inversión- es una historia diferente, indica que algo hago bien para que terminen por parar acá :) 
Su visita es indeleble... una 'Indeleblia'. Bienvenidos sean siempre a esta, su casa (con arbolito y chimenea).

lunes, 19 de diciembre de 2011

La señora de la casa

La señora de la casa está sentada, lleva vestido estampado y una cadera vaporosa. La señora de la casa es costeña, tiene raíz en su cabello y un lazo amarrado a su espalda. La señora de la casa no cela, no sabe preparar arroz con leche ni preocuparse por la novela de las ocho. La señora de la casa es esbelta, tiene un amor atrapado en el pecho y una extraña fijación por las tartas.

Duerme y come, ríe y sueña.

La señora de la casa está enferma, la sopa le sabe a agua y el dedo se desangra por un pinchazo de espina. La señora de la casa lee Shakespeare, no le gustan las comparaciones y no sabe qué significa definición. La señora de la casa odia la playa, los gatos, los perros y el olor a salmón.  La señora de la casa espera los jueves para hacer el amor.

Canta y vive, llora y despierta.

La señora de la casa le teme al aborto. Tanto, que lo practicó dos veces y el saldo fue una noche en vela y dos pañuelos embalsamados en lágrimas. La señora de la casa se desvela si no ve a su amor llegar. La señora de la casa está celosa porque la niña de sus ojos es igualitica a ella: no come sin agua, le tiene miedo a la oscuridad y ha empezado a odiar las camelias.


lunes, 12 de diciembre de 2011

Una nueva creación

 Lo primero que vieron Adán y Eva cuando examinaron el Paraíso, fue un i-pod. Desnudos, con la gravedad en contra y sus partes colgando, lo agarraron sin pudor y lo olfatearon. Tal vez fue ese instinto animal que llevaban impregnado en ellos; quizás fue el desacierto de creer que un rectángulo de aluminio compacto pudiera saciar su hambre.

Porque sí, en el Paraíso, no había nada que comer. Sólo higos y unos cuántos frutos secos.
Nada de eso, ellos se merecían un Starbucks. Ese contacto impredecible con el hijo de Jobs los tocó, y no hablo en exageraciones.  Se volvieron tan plásticos como la ropa que entonces desearon usar. Los iones de litio y biopolímeros les imprimieron a sus recién estrenados cerebros una dosis de materialismo hasta entonces incognoscible. Esa es, pues, la historia de nuestros infinitos males a costillas de Louis Vuitton, Prada y Dior.

Sus narices, frescas olfateadoras de rosáceos matices, desataron un caos colosal que hizo rodar el imperfecto paraíso construido para  darle rienda suelta a las pasiones mundanas que los ataban al efímero universo del cual querían saciarse. Sauces y robles, alondras y mirlos, volaron por doquier en un irregular valle de pretensiones.  Una profunda ignorancia se apoderó de sus voluntades y decidió que, desde ese momento, el hedonismo y la lujuria serían la solución de sus días.

Al parecer, se asentaron en Sodoma, y los pequeños gamines que parieron les montaron la competencia con Gomorra. Desordenaron el alfabeto de la época y refundaron la patria:  se aburrieron de verse las caras después de unos 500 años y decidieron divorciarse. A Eva le tocó Norteamérica, Adán se quedó con China.

Hoy llevan una buena relación de pseudo amistad-amorosa-afectiva. Lo último en relaciones es mantener el compromiso al margen, y como buenos snobs, ellos lucen encantados el rótulo de ´amigos especiales´.

Compraron un BlackBerry cada uno e intercambiaron pin. Por ahí discuten arduamente sobre lo egoísta que fue Dios: para tomar les daba el riachuelo en lugar de ofrecerles agua Evian. ¡Cómo si el hecho de ser los primeros no los hiciera merecedores del líquido alpino! Pero no sólo hablan de eso por BB. Cuando Eva se hastía de Adán, prefiere el sexo por teléfono, en este caso, por pin.

Cuando están de vacaciones, Adán y Eva se van de rumba, comen en Hard Rock Café y compran Converse. No usan Crocs porque se parecen mucho a los cocodrilos que tenían de vecinos, justo detrás de la gran hoja de plátano que hacía las veces de techo de su casa.
Ahora mismo están ahorrando. Su ambición más próxima es bailar en las playas de Ibiza. Lo que siempre se merecieron.


P.D.: Ambos audicionan para un papel en Jersey Shore

sábado, 10 de diciembre de 2011

Sexo

Fue tu sexo mezquino y asesino y voraz el que se fundió con mi flor de madrugada para erizarme la piel y el alma, y los senos y hasta mi lengua, y me hicieron desear que se repitiera aquella velada donde la luna se acomodó –como dueña y señora- para vigilar serena nuestra taciturna y primigenia pasión.
 
Eres tú el que ahora duerme en esa cama que fue fugazmente mía y el que falta en mis horas para volverlas a parar. 

jueves, 8 de diciembre de 2011

Eras como el arete rojo que perdí esa noche en el baile.  Una cascada de cristales carmín que brillaban pendidos de la estela de luz que salía a chorros del centro de la pista. Eres como el satín turquesa que arrastraba la chica de la mesa de atrás. Una oleada de claridad que reflejan mis ganas de más. Serás como la vela blanca que iluminó nuestros rostros mientras me invitabas, con tu pie imprudente, a perdernos en el camino recorrido. Una luz intermitente que refulgirá entre tus años y los míos; la que me hará saber que siempre has estado ahí.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Me quieres

En el fondo sé que me quieres por aquellos besos que vienen sin avisar y se animan a salir por el apretujado callejón que dejan nuestros encuentros nocturnos. Por las caricias que se resbalan por mi espalda mientras el desenfreno termina de colarse por debajo de las sábanas. Porque me miras como quien descubre que todo ha empezado a ser mejor. 

martes, 15 de noviembre de 2011

El Dr. Peláez: así es el caballero de la radio


Se puede conocer al doctor Peláez con solo mirarlo. Las tres cuartas partes de sus pupilas indican siempre lo que hay que hacer. Traducen las instrucciones tácitas que su mente maquina a cada segundo. Es la pulsión propia de un profesor, de un maestro. El otro cuarto de su mirada es puro sentimiento, pura emoción. Su severidad se disfraza en el resquicio de ternura que se asoma, sin quererlo, entre sus titilantes cuencas coloreadas de marrón. Pero cuando se percata de que está dando más de la cuenta se autocensura. Esconde la sensibilidad de los grandes en una operación aritmética que repite como autómata: menos arandelas, más fútbol.

Esa ración matemática de su ser viene, seguramente, de la profesión que escogió. La ingeniería química lo sedujo en sus años de veraneo y la ejerció durante una década, tiempo de tregua que le dio el periodismo deportivo para que se decidiera por él. Le fue infiel a las ecuaciones diferenciales y a los polímeros para perder la cabeza por el deporte y fluctuar cada día entre pasiones y balones, anécdotas e historias, que se expanden en forma de ondas hertzianas hasta el mar, la selva, las cordilleras...
La timidez no puede esconderla. A pesar de ser el más veterano de los periodistas deportivos del país y ser toda una institución en el campo, no se acostumbra a ser tratado como tal. Tampoco al protocolo. Mientras se alista para recibir el Doctorado Honoris Causa que la Universidad Autónoma del Caribe le otorgaría por su exultante labor en los medios de comunicación, torea sus miedos de señor bravío rehusándose a vestir el rojo vibrante de la toga y el birrete.
No se peina. “Beatriz que no me peine, que eso no me gusta, que yo me paso la mano”. Su diestra es suficiente para acicalar los cabellos que aún se asoman por la lúcida cabeza que es capaz de recordar el más ínfimo detalle futbolero desde que tiene razón. Doña Beatriz Andrade, la dama que lo ha acompaña desde hace más de 40 años,  se desvive en atenciones para él. Mujer de ciencia, como su esposo, es una matemática que cayó enamorada por la fórmula mágica del doctor.
Sus dotes con la química no los limitó al plano amoroso; los extrapoló al profesional. Al despuntar los 90 creó un programa radial que brilló con el suficiente fulgor para consagrarse como el preferido de los colombianos. ‘La luciérnaga’ aprovechó el ‘apagón’ para encender su chispa. Su formato alternativo cogió el impulso de los racionamientos de la época de Gaviria y ha volado alto para iluminar el camino de los que han contado con la suerte de caer ante en sus micrófonos.
Peláez ha sido padre cada vez que a su dirección ha llegado un nuevo integrante a la mesa de trabajo que lidera, pero a los hijos que más ama, son, indisputablemente, sus nietos.  Los retoños de Jorge Hernán, María Beatriz y José Manuel suman cinco razones para aventurarse a hacer cosas que de otra forma no ocurrirían. “Beatriz, bueno, está bien. Tómame una foto con esta cosa para que me vean los niños. Sí, con el birrete”.
La radio es la musa que lo inspira. “No es un oficio, ya es un vicio”, resalta. Parece enfermo pero no por el cáncer de médula que tiene, sino por la expectativa que lo mantiene en actitud de reverencia hacia el medio de sus amores. Jorge Hernán, el primogénito, el heredero de la casta locutora de Peláez, recuerda que una vez lo encontraron oyendo Radio Reloj a las tres de la madrugada para chequear la hora. Es una pasión de tiempo completo.  Un fervor que lo supera y que palpita al ritmo de su vigor.
No le gusta que lo miren con lástima.  Se opone tajantemente a que lo traten como si ya se fuera a morir. La manía del doctor por el trabajo es una estricta norma que no va a amilanar ni la enfermedad incurable que tiene. Lo que toca es dormir el cáncer para que no haga metástasis, para que no se engulla el alma reticente del gran Hernán, que se niega a sucumbir a la patraña del deterioro de sus células madre.
Tanto es su hermetismo con el tema que cuando Jorge Hernán le dijo que sus seguidores se habían volcado a las redes sociales a enviarle mensajes de apoyo, su respuesta fue tan diáfana como su mente: “Qué va, eso es para desocupados y chupadores”. Pero que mire que la gente empezó a escribir más cosas. Que fue el tema del momento en Twitter. Que todos hablaban de Peláez y la entrevista de la Revista Bocas que tenía la primicia. Tuvo que resignarse a que saber que lo querían. Sus disimulados intentos por no darle importancia se esfumaron.
Pero lo que sí consiguió fue esconder al máximo su condición de paciente en tratamiento. Cuando Iván Mejía –quien también obtuvo un Honoris Causa de manos de la misma Alma Máter- lo abordó en el hotel donde se hospedaron para ir a almorzar juntos fue víctima de una treta de Peláez. “Que se adelante usted, Mejía, que Beatriz tiene que subir a cambiarse porque esa no es la ropa con la que va a almorzar con la gente de la U”. Mentira. Al doctor se le había olvidado tomarse la pastilla pero no iba a delatarse. Hizo cambiar de vestido a la Beatriz de sus amores para justificar su embuste. Así de estricto es.
Siempre lleva una cadena con un Cristo y su leal pipa. Las bocanadas de humo que suben como espiral y que danzan en el aire arrastran los recuerdos de otros días. Los días en El Campín con Jorge Hernán; los domingos en la cabina de Caracol Radio cuando lo llevaba al trabajo y él se quedaba atrás, en silencio, viendo los partidos; los tiempos en que caminaba por almacenes ‘La Música’ para seleccionar los mejores discos de los años 50 y 60, que hoy reposan en un cuarto cuya llave guarda celosamente. La ‘Muertoteca’, le llama.
Es un hombre de palabra. De esos de aquella época que cuando se decía algo, se cumplía. Amante de la Sonora Matancera y el buen vino, sueña con que la muerte lo agarre despierto. Explayado en una silla con tres pares de ruedas, al frente de un micrófono unidireccional en la cabina donde ha permanecido más de la mitad de su vida. Narrando una noticia deportiva.  

Fotografías: Rafael Polo

domingo, 6 de noviembre de 2011

Intruso

Hoy no embadurnaré mi cara con pañitos de agua tibia ni magullaré mi maquillaje con tónicos de rosa ni emulsión de recién nacido que sonroja mi piel. Hoy mis ojos no reposarán y se darán cuenta que eres tú quien no está.

Hoy fue tu nombre el que firmó las líneas alegres que hicieron reír a media ciudad y el mismo que mi mente ya no quiere recordar.

Hoy, tu insulso y desgraciado fantasma tuvo la alevosía de aparecer de repente entre mis ganas y me han volcado a desear –con ansias vírgenes-  a llamarte, cuando se han concretado 86 horas y 25 minutos sin hacerlo.

Me he mordido los labios, el codo y el cuello. He contado el tiempo que va en reversa. He averiguado el color de tu ropa y he querido adivinar la clase de zapatos con los que has recorrido los lugares donde he querido estar.

Has sido tú, maldito impostor, el responsable de mis celos enfermizos con tu trabajo, que me hace odiar cada vez más el mío, que sucumbe a la vergüenza de no sentirse a tu altura.

Fueron tus ganas las que me hicieron masoquista e indulgente ante el vulgar cantantucho de voz marchita que me hizo desear ser una gitana que cruza un puente en el extremo más septentrional de un archipiélago galo. 

martes, 25 de octubre de 2011

Retrato

Se veía tan sexy en su clase. Ella era la diferente. La linda, la fashion. La de uñas pintadas de un falso rojo carmesí que más bien se asemejaba a un escarlata acaramelado, como quien lo endulza con un baño de miel que despunta los claros matices de un fucsia excéntrico.

Un blanco ceniciento coronaba sus uñas y las dividía en mitades asimétricas. Un hilo de oro lo separaba del intenso rosa con aspecto dulzón.  Debajo del delicado límite boreal, una sucesión de puntos en fila india aconcavaban la figura que coronaba aquella prolongación de células marchitas.

Leyó Cortázar como quiso. Se sabía inteligente, segura, sobrada. Todo le quedaba pequeño, hasta la colosal silla violeta donde se apoltronó a sus anchas como una reina de las Seychelles. 

Todos a su alrededor tenían lentes. Ella también, pero los suyos se abrazaban al delirante iris marrón que apuntalaba el sesgado perfil que poseía.  Sus aires londinenses, su ambición imponderable, sus sueños de canción.

Hablaba en tercera persona y se entendía. El imperativo de su acento la hacía ver –valga esta imprudente redundancia- voyerista. No preguntaba por miradas, solo se las embolsillaba en la chaqueta que cubría sus incipientes senos de maja pueril.

Ni las huellas de una varicela reciente la detenían. Era una atrevida. Una insolente que sufría de convulsiones esporádicas por la hecatombe de sus hormonas desquiciadas. El micro vestido estampado de flores a blanco y negro se quedó esperándolo.

Se marchó porque apagaron la luz.

lunes, 17 de octubre de 2011

Infinito

Danza en el aire. Se desdibuja. Viene y va. Volátil y etéreo. Rastro invisible de odios y amores. Bocanadas sugestivas que emanan de aquel narcótico e irresistible principio. Espiral seductora que resguarda memorias. Recuerdos, arte, melancolía. Aros concéntricos que gravitan en la sombra y se deslizan como el ouroboros que muerde su final.  

jueves, 6 de octubre de 2011

Tributo

El abanico de mi casa era viejo y robusto. Siempre le preguntaba a mi abuelo cómo era que esas verdes aletas de plástico podían provocar tanto viento –aunque dicho sea de paso, la magnitud del ruido que causaban era equiparable a la bendita ventisca-. El viejo nunca me respondía. La monótona réplica consistía en mandarme a peinar morrocoyos.

No sabía lo que quería decir con ello. Incluso, aún ahora lo desconozco. Sin embargo, era esta respuesta la razón de mis incontables horas al lado de Martha, la hicotea; un fallido intento  por tratar de encontrar la melena escondida en su enorme caparazón, el tesoro dentro del baúl. Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.

Una tarde soleada, de esas calurosas típicas del pueblo me fue revelada la cuestión. El abuelo yacía casi inerte en su mágico trono, el mecedor de madera rancia y húmeda que estaba adornado con un fresco florido cuyo autor no mereció ser recordado. Bebía agua para pasar las fresas en almíbar que el viejo Pacho le trajo de su último viaje a la capital. Me miró a los ojos fijamente. La profundidad de su mirada evidenciaba la proximidad de la muerte, pero sobre todo, la acérrima convicción de que no dudaba que eso iba a suceder. Así comenzó su relato:

“En una calle de Tamalameque (donde dicen que sale una llorona loca), aquel pueblito de mis cuitas, de casas pequeñitas, por cuyas calles tranquilas corrió mi juventud, vivía un viejo amargado que sufría de delirio. Estaba loco y creía que el mundo se llamaba Macondo. Se inventaba mil historias, iba de casa en casa narrando cuentos y tejiendo mundos imaginarios. Su apellido no lo recuerdo, sólo se que tenía algo que ver con la realeza, algo así como un marqués. Pero eso no importa, lo importante aquí es que ese viejo demente conocía el origen de todo. Sabía de alquimia y de predicción, de pelotones de fusilamiento y de genética. Conocía en qué generación exacta un hijo de primos nacería con cola de puerco. Fue él mismo quien me explicó cómo el amor se hizo aire. Desentrañó para mí el mecanismo del artefacto que hizo las veces de compañero inseparable, de memoria indeleble. Narró, sin omitir detalle alguno, cómo las alas de mariposa se posaron un día en un imán frenético, un motor imparable –tal cual un corazón- que daba vueltas para emular la acción del viento, y así pudiera rozar perenne, sólo por voluntad de un amante, el rostro de su amada, para que en cada soplo de brisa pudiera sentir su presencia, aun cuando el Atlántico lo impidiera. Él se llamaba Mauricio Babilonia, era aprendiz de mecánico en los talleres de una compañía bananera. A ella le decían Meme, era la menor de una dinastía de soñadores, que con amor, o sin él, no podían resistirse al encanto de engendrar vidas y poblar el mundo. Fueron ellos los que le legaron a la humanidad la certeza de que el amor no sólo te hace sentir mariposas en el estómago, sino que te deja tocarlas y además, son amarillas, aunque hoy las vendan al detal de múltiples colores, amarradas a un pedazo de hierro, y las llamen abanicos.”

Al terminar, el viejo cerró los ojos y cayó en un profundo y eterno sueño.

viernes, 26 de agosto de 2011

Un mes sin Joe, un negro claroooo claroooo

Vino a la ciudad. Vino a trabajar. Aquí está el placer, lo vino a buscar. Fue dejando atrás aquel basural concentrado en prostíbulos de mala muerte que fueron escenarios de regodeo donde la luna inspiraba sus pulmones y el aliento le inundaba el alma. En aquellas épocas sus ansias abundaban. Y su talento también…

Él, que nació en cuna pobre. Él, al que nunca le ha pasado nada. Él, que desde muy niño luchó pa´conseguir la fama. El gran Joe Arroyo de cuna pobre y sueños de alquiler, se fue en medio de titulares de prensa, shows mediáticos, música, llanto y ovaciones.

Fue poeta, músico y loco. Desafió los parámetros de la salsa  y sin proponérselo creó un ritmo que nadie más interpretará igual, el Joeson. Sin pretensiones ni influencias se dio el lujo de ser uno de los cinco colombianos en aparecer en la portada de la revista Rolling Stone. Se ‘tragó’ al mundo con su gira de conciertos y demostró que era el auténtico centurión de la noche.

Fue el responsable de la creación de un galardón especial en los premios Congo de Oro que se entregan en el Festival de Orquestas del Carnaval de Barranquilla. Era una avalancha monumental que hacía vibrar a quienes lo escuchaban. Él era un ‘arroyo’ de verdad verdad.

El Joe tocó el cielo con las manos y se asustó. Era un alma de niño encarcelada en una robusta figura de hombre negro de esos que no le temen a nada. Pero el Joe temía. A sus triunfos, a sus glorias, a sus amores, a sus vicios, a él mismo. Las tribulaciones de su alma lo llevaron a un deterioro inexorable del que no se pudo levantar por más matrimonio y novela que le sacaron.  Más bien, creo que eso lo terminó de matar.

Tararear una de sus canciones sería como vaticinar las peripecias de su corazón en sus últimos días. “Ella y tú, mi amor, me tienen loco y desesperado. Ella y tú, mi amor, me tienen mal sin saber qué hago. La letra es de Felipe Peláez, pero la sangre, la vida y el corazón de la interpretación solo se las podía dar el Joe. Él, quien en cada momento de su vida debió luchar con alguna encrucijada: la de pobreza, el desamor, las drogas, la fama, el dolor.

Tres esposas, seis hijos, cientos de millones en sus cuentas y un legado musical fue el patrimonio que dejó. Hoy los primeros se pelean los segundos en un vaivén de insultos y demandas. Ni después de muerto dejan descansar al pobre Álvaro José, el más insigne de los músicos que ha visto parir este país y que difícilmente encontrará sucesor en medio del resignado cúmulo de ‘artistas’ nuevos cuyo ingenio solo da para desempolvar lo que ya está inventado.

En realidad, nunca alcancé a dimensionar la fama del Joe solo hasta ahora que no está. Quizás por las impertinencias de la juventud y la arrogancia de querer saberlo todo y darle a los gringos, o británicos, o qué se yo, el privilegio de atesorar a los mejores en todo. Tal vez porque cuando nací ya estaba en la cúspide de su carrera y era demasiado pequeña para entender a aquel ciclón de semejantes proporciones.

Ahora, solo tengo claro, muy claro, que en el aniversario 30 o 40 de su muerte cuando mis hijos me pidan razón de aquel negrito sabrosón, echa´o pa´lante y de chirridos singulares, solo tendré que cantarles una estrofa de ‘Tania’, mi preferida, y bailarles al swing de su pegajosa melodía.

lunes, 25 de julio de 2011

¡Happy Birthday to me!

Me encantan los cumpleaños, y más si se trata de este, el mio, el de mi blog, el de este espacio que ha sido suyo por un año y que espera seguir acompañándolos hasta que las circunstancias lo decidan.
A ustedes, mis queridos y respetados lectores, mil gracias por invertir poco o mucho de su tiempo por leer estas líneas que representan gran parte de mí.
A Indeleblia, un enorme Feliz Cumpleaños, los mejores deseos de mi alma y el regalo de saber que mi fuerza y energía estarán siempre aquí, entre letras.

martes, 19 de julio de 2011

Maniquíes, inertes modelos por vocación

Zigzagueando la ciudad se encuentran señoras que abarrotan cientos de cristalinas paredes. Son testigos mudos del denso panorama: un chico de escasa edad que cuenta su trabajo en forma de monedas, saldo que le dejó la jornada de limpiavidrios; un vendedor de minutos víctima de una plausible borrachera, y una puta barata cuya pierna recostada en la pared, deja en evidencia la materia prima de su trabajo.

Estas damas no se escandalizan, tampoco lo aprueban. Esa es su función, permanecer inmutables, incorruptibles. Incluso ante hechos tan impíos como la belleza, esa escurridiza tentación que abandona la piel –y hasta el alma- una vez el tiempo marca su sentencia. 

Las vi a lo lejos, desde aquel bus. Su humanidad falsa sobresalía en aquella calle ataviada de penumbra. Aquellos ojos sin ver eran lo único que evidenciaba su artificial condición. Sin embargo, sus siluetas me hicieron pensar en ellas como una persona de verdad. Será porque, en el fondo, su esencia es la misma que la nuestra: ser la fachada de un todo hueco, espacio vacío que se disimula con una buena postura y ropa a la moda para lucir.

Ellas suelen vislumbrar atardeceres tristes y noches de neón, precarias tardes de lluvia y numerosos días de sol. Contornos que ven, a través de su ventana, pasar la vida como en el cine, deambular las sombras de quienes carecen de rumbo fijo, de esos que no saben a dónde van. Su vitrina es trinchera de recuerdos acumulados, cinta que envuelve el constante vaivén de personajes, que parece nunca hallar un fin.

No pueden ver, ni oír, ni sentir. Tampoco llorar, reír o soñar. Son maniquíes. Resultado de la mezcla de estileno, fibra de vidrio, resina y otros cuántos químicos. Fórmula mágica que permite reproducir figuras por doquier, cuyo encanto consiste en la perfección de sus rasgos, despojados de cualquier mácula humana.

Y como impávidas siluetas de impecables medidas, encantadas por el hechizo de la eternidad, atraen miradas. En Barranquilla, la ciudad currambera por excelencia, más de un transeúnte gira su cabeza para examinar, así sea de reojo, aquel modelo casi divino, alejado de las corrupciones de la carne, como esperando a que le lance un beso, o en el caso más original, que aquel inerte material cobre vida y se goce, con desenfado, una champeta ´pegada´ en el momento, que suena de forma dispar en todas las emisoras.

También, en La Arenosa, donde se incrementa diariamente, con furor, el deseo de jovencitas y mujeres maduras de convertirse en un fiel retrato del estereotipo extranjero, impuesto por la conjunción del poder y la novedad, esas figuras de mirada fija reflejan el anhelo desmedido de las mujeres costeñas.

Engalanadas con el último grito de la moda –ya sea de pobres o burgueses-, las hay para todos los gustos, o mejor, para todos los presupuestos. Su atuendo oscila entre los $15.000 –en los populares segundazos- hasta el exorbitante millón de pesos. Un buen paseo por el Centro, en medio de patillazos y numerosas ventas ambulantes, dará como resultado un cuadro más que alentador para los bolsillos endeudados o con bajo nivel de ingresos: ajuares completos que no sobrepasan los $30.000 y que, si se saben cuidar, pueden resultar bastante duraderos, además de asegurar una mezcla de colores vivos, acordes al estándar que se impone en el momento. Al menos eso dice Samuel Rincón, un joven vendedor de un ´pulguero´ que no se cansa de llamar, a grito ahogado, a cientos de posibles compradores que merodean por el local.

En el otro extremo de la ciudad, el pulcro y elegante Centro Comercial Buenavista, tres almacenes contiguos son los predilectos por las suntuosas amantes del glamour y el buen vestir: Bershka, Zara y Stradivarius hacen gala de una refinada exhibición al mejor estilo hollywoodense: prendas satinadas, con suaves aplicaciones y destellos de piedras semi preciosas, botas en cuero de la mejor calidad, bolsos y accesorios importados, así como una selecta colección de trajes para clima frío, cuya propia naturaleza lo convierte en un entorno mucho más esbelto que el cálido aire barranquillero. En esa esquina fashion las figuras de los maniquíes ostentan chalecos, jerseys, bufandas, blazers y un sinfín de vestimentas, las cuales –debo reconocer- resultaron ser incógnitas para mí cuando leí su nombre. La suma de un traje completo más un accesorio que haga juego, roza los $800.000. Entre gustos no hay disgustos, y entre precios ¡qué gran abismo!

Algunas visten de Armani o Channel; otras, lucen prendas cuya marca es el nombre de la protagonista de la novela de moda, o en su defecto, el del último descendiente del dueño de la surtidora de confecciones. Pero todas, pese a esto, conservan su esencia: el de servir de imagen y semejanza a cada generación que desvíe su mirada hacia ellos  y se deje tentar por su mágico embrujo.

Son imanes irresistibles que ejercen una gravedad desmedida.  Atracción arrolladora que desemboca en el acto favorito de todo comerciante: vender, tal como lo corrobora Silvana Benítez, administradora del almacén Review: “La ropa exhibida es la que más se vende. Los maniquíes definen mucho al momento de la compra”. Las arcas de unos cuántos se llenan paulatinamente por el milagro omnipotente de estas ´vírgenes sintéticas´, como les llamaría el maestro Gay Talese.

Pero no son estas agraciadas modelos con forma de mujer las únicas protagonistas.  Quienes las visten, las féminas reales detrás de ellas, son un factor importante para que sus imitaciones de rasgos pulidos luzcan siempre bellas y radiantes. Grace Escolar, vendedora del almacén Atuendos de la calle 93 sí que está al pendiente de engalanar con las últimas tendencias a sus tres queridas amigas, como les llama. Sofía es la más vende. Lleva peluca rubia y, según cuenta la asesora del lugar, “todo lo que se le pone, se vende, ya que es la más coqueta”.

Pamela y Natalia, como fueron bautizadas sus compañeras, son las encargadas de lucir la ropa seria –debido a la postura- y los vestidos largos –por ser la elegante- , respectivamente. Las cambian todos los días, e incluso, diariamente pueden llegar a lucir hasta tres vestuarios, dependiendo de la aceptación que tenga la vitrina. “Aquí les hacemos sentir a los maniquíes que tienen realmente un hogar. Nosotras (las vendedoras) las cambiamos, las peinamos, les cantamos y les decimos que si no venden, al día siguiente les ponemos ropa fea”, manifiesta Grace entre risas.

La mayoría de personajes encargados de vestir a los maniquíes son los mismos trabajadores del local donde se exhiben, pero nunca faltan las grandes pretensiones y los pesos de más que acompañan al lujo y la distinción. El grupo español Texmoda, dedicado a la comercialización de prendas y accesorios, maneja un círculo de escaparatistas que viajan por todo el país e incluso por fuera de él, cuya única responsabilidad es actualizar las siluetas de estileno cada 2 o 3 semanas.

Bastantes ínfulas pueden atribuirse a la tarea de perdurar inmóvil tras un gran vitral: todos te miran, te mantienen vigente en cuanto a moda se trata, sin importar temporada u ocasión, e incluso, hasta te peinan y te cantan. La vida de un maniquí bien podría ser un pretexto perfecto para envidiar, de vez en cuando, lo efímero de la belleza. Pero no contentos con eso, aún hay algo más que decir acerca de lo bueno que se pasa siendo de fibra de vidrio: las vitrinas. Son esos estandartes imponentes, colmados de adornos, que recrean incitantes escenarios rockeros hasta delicadas fachadas londinenses, que habitarán por algunos días esas serenas señoras que no pueden alegrarse por los beneficios recibidos. Un gusto más, uno menos. Es imposible que sientan al menos el cansancio de mantenerse toda la vida de pie.

Siempre están ahí. Esbeltas damas que todo el año, impasibles, se adueñan del cristal, mientras ven la vida transitar al tiempo que las grietas del oficio comienzan a abrirse, literalmente. Sin embargo, un último consuelo les queda: aunque no puedan sentir ni pensar, saborear los matices placenteros de la existencia, algo sí pueden restregarle al mundo, mientras recuerdo por qué son consideradas un molde perfecto: eluden el tiempo y esconden la edad, morirán dignamente, con los años que nacieron,  y que nada ni nadie nunca les robará.

viernes, 3 de junio de 2011

¿Quién carga con ese muerto?

El destino que se traza al caducar la vida es un capricho circunstancial, sin embargo, ¿qué hay de aquellos que sucumben en soledad? ¿A dónde van a parar los NN?

Ante aquel contraste de vida y misterio,
de luz y tinieblas, yo pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!


Fotografía: JORGE PAYARES
Estos versos de Gustavo Adolfo Bécquer no pueden ser más ciertos. Al menos, se hacen  crudamente reales en el tramo más alejado del cementerio católico Calancala, donde se encuentra el 'terreno de solemnidad' dispuesto para que sea la última morada de los cadáveres no identificados de esta ciudad.
Un terreno amplio, abarrotado de cruces artesanales que se alzan como placas que rezan el número que ahora los bautiza, alberga los cuerpos que nadie reclamó.
Otros, en cambio, no se quedan solos por completo. Aunque escapan de la fosa individual, van a parar a frías camillas de anfiteatros universitarios donde una tertulia de muchachos ensaya sus conocimientos de anatomía mientras hablan del último chisme de pasillo, y pasan por alto el hecho de permanecer por horas frente a un cuerpo sin vida, al que tal parece, nadie echó de menos.


Ningún Nombre, Ningún Norte
La frivolidad de la muerte arrastra consigo un dejo ineludible de soledad y frialdad. No sólo son privados del nombre con que nacieron, también fueron condenados al abandono por parte de sus familiares, cuya ausencia los arroja a una serie de procedimientos indispensables para ser un auténtico muerto con ‘todas las de la ley’.
El primer paso que cumple un cuerpo cuando llega a las instalaciones del Instituto de Medicina Legal es la necropsia, una examinación post-mortem que permite establecer las causas de la muerte. Una vez conocida dicha causa, se procede a elaborar un cruce de desaparecidos mediante el Sistema de Información Red de Desaparecidos y Cadáveres, SIRDEC, además de divulgar a través de los medios de comunicación las características del difunto, con el fin de que sea reconocido por sus allegados.
En caso de que nadie se presente a reclamar el cuerpo, se procede a establecer la identidad del finado mediante necrodactilia –el más común; carta dental si se cuenta con historia clínica- y en el más extremo de los casos, identificación por genética.
Sin embargo, los métodos de identificación juegan con un enemigo en contra: el tiempo. Pueden llegar a pasar hasta dos años para que se ofrezca una respuesta con la identidad del cadáver.
Es en ese momento donde el rótulo de N.N. comienza a rondar.


Ningún Nombre, Nuevo Nombre
Cuando el muerto carece de parentela que se haga cargo de él puede contar con dos destinos posibles. El primero es el entierro en una de las fosas individuales disponibles en el Calancala. El otro es ir a parar a las facultades de medicina de la ciudad, quienes deben solicitar la asignación del cadáver a Medicina Legal. En este último caso, el cadáver debe cumplir con los requerimientos necesarios para ser susceptible a estudios.
Pese a esto, la antesala de ambas circunstancias es la misma. Un cuarto frío, con ‘camas’ embalsamadas de formol recibe a los muertos hasta que tal vez, alguien llegue a recogerlos, o bien, hasta que el azar decida que la capacidad llegó a su límite y deba darse cabida a otros, que quizás, terminen en las mismas.
Si ninguna universidad ha interpuesto una petición transcurrido el tiempo de la estadía de los no identificados en el interior de la habitación más lúgubre de Barranquilla, estos deben cumplir con una cita ineludible: la hora de que los difuntos tengan nombre y apellido homónimos, un par de letras ‘N’.


Descanse en paz
Fotografía: RAFAEL POLO
Cuando llega la paletera del CTI el día designado para transportar a los NN a lo que será su próximo hogar, un asistente forense se embarca en ella para legalizar la inhumación en las instalaciones del cementerio, que no cobra nada por el servicio.
Allí los esperan los huecos excavados que los albergarán, acompañados de unas cruces blancas de madera que simbolizan la sobriedad del rito mortuorio. El acto más humano que obtienen es una misa comunitaria, donde el padre menciona, como súplica especial, que las almas de aquellos fieles desafortunados descansen en paz.
Para ese entonces, muchos son llamados con una serie de letras y números, semejante a una sigla, que dejan leer la casual posición en que fueron dispuestos.
Comienza así una estancia indefinida, hasta que dichas tumbas lleguen al tope y se desentierren los cadáveres más antiguos para darle cabida a otros ‘colegas’. De ahí, los exhumados son reubicados en nichos localizados en un cuarto de custodia, reservado para ellos hasta que, una vez más, sean los números los que decidan el futuro de aquellos que nadie llora.
Y así, el ciclo se repite en círculos concéntricos infinitamente. Muertos van y muertos vienen. Solos, inertes e incluso indefensos.  No se ganaron el derecho al cajón y las lápidas, mucho menos el de las flores ornamentales que, en medio de la frialdad de la muerte, sobresale como muestra de afecto recurrente de aquellos que dejaron.
Son los otros. Los N.N.. Los que sucumben al olvido  y la soledad. Los que escapan a los pésames de rutina. Los que parten del mundo con la paz a cuestas: sin gritos, sin dolor, sin lágrimas.

El destino de los muertos es el mismo. El de sus restos, depende de la suerte con la que corran. Tal vez esa misma suerte que haga que en un par de años, luego de su identificación, algún alma se acuerde de ellos.