lunes, 25 de julio de 2011

¡Happy Birthday to me!

Me encantan los cumpleaños, y más si se trata de este, el mio, el de mi blog, el de este espacio que ha sido suyo por un año y que espera seguir acompañándolos hasta que las circunstancias lo decidan.
A ustedes, mis queridos y respetados lectores, mil gracias por invertir poco o mucho de su tiempo por leer estas líneas que representan gran parte de mí.
A Indeleblia, un enorme Feliz Cumpleaños, los mejores deseos de mi alma y el regalo de saber que mi fuerza y energía estarán siempre aquí, entre letras.

martes, 19 de julio de 2011

Maniquíes, inertes modelos por vocación

Zigzagueando la ciudad se encuentran señoras que abarrotan cientos de cristalinas paredes. Son testigos mudos del denso panorama: un chico de escasa edad que cuenta su trabajo en forma de monedas, saldo que le dejó la jornada de limpiavidrios; un vendedor de minutos víctima de una plausible borrachera, y una puta barata cuya pierna recostada en la pared, deja en evidencia la materia prima de su trabajo.

Estas damas no se escandalizan, tampoco lo aprueban. Esa es su función, permanecer inmutables, incorruptibles. Incluso ante hechos tan impíos como la belleza, esa escurridiza tentación que abandona la piel –y hasta el alma- una vez el tiempo marca su sentencia. 

Las vi a lo lejos, desde aquel bus. Su humanidad falsa sobresalía en aquella calle ataviada de penumbra. Aquellos ojos sin ver eran lo único que evidenciaba su artificial condición. Sin embargo, sus siluetas me hicieron pensar en ellas como una persona de verdad. Será porque, en el fondo, su esencia es la misma que la nuestra: ser la fachada de un todo hueco, espacio vacío que se disimula con una buena postura y ropa a la moda para lucir.

Ellas suelen vislumbrar atardeceres tristes y noches de neón, precarias tardes de lluvia y numerosos días de sol. Contornos que ven, a través de su ventana, pasar la vida como en el cine, deambular las sombras de quienes carecen de rumbo fijo, de esos que no saben a dónde van. Su vitrina es trinchera de recuerdos acumulados, cinta que envuelve el constante vaivén de personajes, que parece nunca hallar un fin.

No pueden ver, ni oír, ni sentir. Tampoco llorar, reír o soñar. Son maniquíes. Resultado de la mezcla de estileno, fibra de vidrio, resina y otros cuántos químicos. Fórmula mágica que permite reproducir figuras por doquier, cuyo encanto consiste en la perfección de sus rasgos, despojados de cualquier mácula humana.

Y como impávidas siluetas de impecables medidas, encantadas por el hechizo de la eternidad, atraen miradas. En Barranquilla, la ciudad currambera por excelencia, más de un transeúnte gira su cabeza para examinar, así sea de reojo, aquel modelo casi divino, alejado de las corrupciones de la carne, como esperando a que le lance un beso, o en el caso más original, que aquel inerte material cobre vida y se goce, con desenfado, una champeta ´pegada´ en el momento, que suena de forma dispar en todas las emisoras.

También, en La Arenosa, donde se incrementa diariamente, con furor, el deseo de jovencitas y mujeres maduras de convertirse en un fiel retrato del estereotipo extranjero, impuesto por la conjunción del poder y la novedad, esas figuras de mirada fija reflejan el anhelo desmedido de las mujeres costeñas.

Engalanadas con el último grito de la moda –ya sea de pobres o burgueses-, las hay para todos los gustos, o mejor, para todos los presupuestos. Su atuendo oscila entre los $15.000 –en los populares segundazos- hasta el exorbitante millón de pesos. Un buen paseo por el Centro, en medio de patillazos y numerosas ventas ambulantes, dará como resultado un cuadro más que alentador para los bolsillos endeudados o con bajo nivel de ingresos: ajuares completos que no sobrepasan los $30.000 y que, si se saben cuidar, pueden resultar bastante duraderos, además de asegurar una mezcla de colores vivos, acordes al estándar que se impone en el momento. Al menos eso dice Samuel Rincón, un joven vendedor de un ´pulguero´ que no se cansa de llamar, a grito ahogado, a cientos de posibles compradores que merodean por el local.

En el otro extremo de la ciudad, el pulcro y elegante Centro Comercial Buenavista, tres almacenes contiguos son los predilectos por las suntuosas amantes del glamour y el buen vestir: Bershka, Zara y Stradivarius hacen gala de una refinada exhibición al mejor estilo hollywoodense: prendas satinadas, con suaves aplicaciones y destellos de piedras semi preciosas, botas en cuero de la mejor calidad, bolsos y accesorios importados, así como una selecta colección de trajes para clima frío, cuya propia naturaleza lo convierte en un entorno mucho más esbelto que el cálido aire barranquillero. En esa esquina fashion las figuras de los maniquíes ostentan chalecos, jerseys, bufandas, blazers y un sinfín de vestimentas, las cuales –debo reconocer- resultaron ser incógnitas para mí cuando leí su nombre. La suma de un traje completo más un accesorio que haga juego, roza los $800.000. Entre gustos no hay disgustos, y entre precios ¡qué gran abismo!

Algunas visten de Armani o Channel; otras, lucen prendas cuya marca es el nombre de la protagonista de la novela de moda, o en su defecto, el del último descendiente del dueño de la surtidora de confecciones. Pero todas, pese a esto, conservan su esencia: el de servir de imagen y semejanza a cada generación que desvíe su mirada hacia ellos  y se deje tentar por su mágico embrujo.

Son imanes irresistibles que ejercen una gravedad desmedida.  Atracción arrolladora que desemboca en el acto favorito de todo comerciante: vender, tal como lo corrobora Silvana Benítez, administradora del almacén Review: “La ropa exhibida es la que más se vende. Los maniquíes definen mucho al momento de la compra”. Las arcas de unos cuántos se llenan paulatinamente por el milagro omnipotente de estas ´vírgenes sintéticas´, como les llamaría el maestro Gay Talese.

Pero no son estas agraciadas modelos con forma de mujer las únicas protagonistas.  Quienes las visten, las féminas reales detrás de ellas, son un factor importante para que sus imitaciones de rasgos pulidos luzcan siempre bellas y radiantes. Grace Escolar, vendedora del almacén Atuendos de la calle 93 sí que está al pendiente de engalanar con las últimas tendencias a sus tres queridas amigas, como les llama. Sofía es la más vende. Lleva peluca rubia y, según cuenta la asesora del lugar, “todo lo que se le pone, se vende, ya que es la más coqueta”.

Pamela y Natalia, como fueron bautizadas sus compañeras, son las encargadas de lucir la ropa seria –debido a la postura- y los vestidos largos –por ser la elegante- , respectivamente. Las cambian todos los días, e incluso, diariamente pueden llegar a lucir hasta tres vestuarios, dependiendo de la aceptación que tenga la vitrina. “Aquí les hacemos sentir a los maniquíes que tienen realmente un hogar. Nosotras (las vendedoras) las cambiamos, las peinamos, les cantamos y les decimos que si no venden, al día siguiente les ponemos ropa fea”, manifiesta Grace entre risas.

La mayoría de personajes encargados de vestir a los maniquíes son los mismos trabajadores del local donde se exhiben, pero nunca faltan las grandes pretensiones y los pesos de más que acompañan al lujo y la distinción. El grupo español Texmoda, dedicado a la comercialización de prendas y accesorios, maneja un círculo de escaparatistas que viajan por todo el país e incluso por fuera de él, cuya única responsabilidad es actualizar las siluetas de estileno cada 2 o 3 semanas.

Bastantes ínfulas pueden atribuirse a la tarea de perdurar inmóvil tras un gran vitral: todos te miran, te mantienen vigente en cuanto a moda se trata, sin importar temporada u ocasión, e incluso, hasta te peinan y te cantan. La vida de un maniquí bien podría ser un pretexto perfecto para envidiar, de vez en cuando, lo efímero de la belleza. Pero no contentos con eso, aún hay algo más que decir acerca de lo bueno que se pasa siendo de fibra de vidrio: las vitrinas. Son esos estandartes imponentes, colmados de adornos, que recrean incitantes escenarios rockeros hasta delicadas fachadas londinenses, que habitarán por algunos días esas serenas señoras que no pueden alegrarse por los beneficios recibidos. Un gusto más, uno menos. Es imposible que sientan al menos el cansancio de mantenerse toda la vida de pie.

Siempre están ahí. Esbeltas damas que todo el año, impasibles, se adueñan del cristal, mientras ven la vida transitar al tiempo que las grietas del oficio comienzan a abrirse, literalmente. Sin embargo, un último consuelo les queda: aunque no puedan sentir ni pensar, saborear los matices placenteros de la existencia, algo sí pueden restregarle al mundo, mientras recuerdo por qué son consideradas un molde perfecto: eluden el tiempo y esconden la edad, morirán dignamente, con los años que nacieron,  y que nada ni nadie nunca les robará.