sábado, 5 de enero de 2013

Las campanas de la iglesia ya no están sonando

Este artículo fue publicado el 31/12/12 en el diario El Heraldo.
Estas tremendas fotazas son de mi amigo Jairo Rendón, quien fue el de la idea y subió conmigo casi 300 escalones en un día
Esta crónica puede ‘sonar’ muy musical. Tiene una banda sonora propia, que paradójicamente se ha ahogado entre cientos de figuras hechas a base de metal fundido, cuyo canto cumple el mismo efecto de una melodía de sirena: atraer.

Además, hay un tema que lo sustenta por sí solo, una pieza musical que hoy parece cantarle a las notas melódicas que se han ido acallando con el paso del tiempo. Aquella que siempre escuchamos, como himno imperecedero, cada 31 de diciembre: “Las campanas de la iglesia están sonando, anunciando que el Año Viejo se va…”. Una canción que se ha quedado en letra, lejana a la realidad barranquillera de estos días.

Suena un eco. Escondidas en la cúpula desvencijada, allá donde se cuartean las pinturas roja, blanca y amarilla de la fachada de la iglesia de San Antonio de Padua, en el municipio de Soledad, se asoman un par de campanas de tamaño mediano. En ellas, al igual que en ciertas partes del frente del templo, se nota el paso de los años. Lo que no ha carcomido el tiempo es la utilidad de los instrumentos.

De los templos visitados, el único que mantiene la costumbre de tocar las
campanas a la medianoche del 31 de diciembre es el de San Antonio de
Padua, en Soledad
Año tras año, cuentan los lugareños que se sientan frente a la iglesia, en la plaza, el par de campanitas resuenan para avisar que el Año Nuevo ya se metió. Jorge De la Hoz, el secretario de la parroquia, corrobora el dato. “Alguno de los cuatro sacristanes llega a la iglesia minutos antes de la medianoche y espera a que sean las 12 en punto para hacerlas sonar, en promedio, entre 15 y 20 minutos, luego se van”, cuenta.

Este año aún no sabe cuál de los cuatro cumplirá la misión que mantiene en vigencia esta antiquísima tradición, lo que sí es seguro es que alguien lo hará. Las campanas, en Soledad, no están solas.

Viven sin tocar. María Auxiliadora, San Roque y San Juan Bosco viven en la torre derecha de la iglesia que lleva el nombre del patrono popular de Barranquilla.

Así se llaman las tres campanas que duermen con una capa de polvo que se fue incrustando en sus poros de metal desde 1955, cuando fueron instaladas en el campanario de la iglesia de San Roque, en la populosa calle 30 de Barranquilla. Dos años atrás las habían fabricado en la famosa empresa familiar holandesa Petit & Fritsen, diseñadas con un sistema de repicar eléctrico que evitaba el tedio de hacerlas sonar manualmente.

Arriba y abajo, las campanas de San Roque
Pero “todo se fue dañando, como cuando uno va pa’ viejo”, expresa Luis Arce, el cuidador encargado de la parroquia, para explicar que el implacable paso de los días hizo de las suyas y terminó por atrofiar el mecanismo europeo que las mantenía en actividad. “Ahora solo se tocan en las fiestas patronales o en Semana Santa”, cuenta. Pero el 31 de diciembre, a la medianoche, pese a ser una ocasión especial, nadie las hará sonar.

No se tocan por lo complicado de subir al balcón interno del segundo piso a jalar, entre dos personas, las cuerdas gruesas que están amarradas a las tres figuras de copa invertida. El acceso a lo más alto del campanario también es difícil, lo que convierte en una odisea subir expresamente a repicarlas sin necesidad de cuerdas; además, la estructura sobre la que reposan está bastante endeble y representa un peligro.

En la torre izquierda hay una cuarta campana. Es la de San Francisco de Sales, que llegó años después, por intención del entonces párroco, el padre Matutis. Esa ni siquiera está conectada a una cuerda para que, en alguna oportunidad, sea tocada desde el balcón. Parece que su única utilidad se limita a servirles de hogar a las palomas, quienes han colmado el recinto donde cuelga de plumas y excrementos.

La ciudad vista desde el campanario de San Nicolás
Algo similar ocurre en otra emblemática iglesia de Barranquilla. En la remodelada San Nicolás de Tolentino, cuyos colores y acabado hicieron que todos volvieran sus ojos hacia ella, una escalera de caracol conduce hacia una torre recubierta de arquitectura colonial. Casi a la mitad del camino se alzan las dos únicas ventanas que no fueron enrejadas en yeso por los arquitectos.

En esos surcos despuntan dos figuras ahuecadas que carecen de badajo, el instrumento vertical que va suspendido en su centro y que las hace sonar. “No tienen porque cuando las bajaron, en la restauración, se dieron cuenta de que estaban oxidados, destruidos, y se los llevaron para repararlos”, cuenta Juan Carlos Valencia, el cuidador de la iglesia.

Otros casos de campanas que cuelgan sin ser tocadas, relegadas a ser parte de las reliquias de los templos, están en iglesias como la de Nuestra Señora del Rosario, en el centro de la ciudad; la de la Inmaculada Concepción, en el sector de El Prado, y la de Nuestra Señora del Carmen, en Puerto Colombia.

 En ellas, las campanas podrían sonar, pero necesitan de alguien que se apropie de su función y las devuelvan a la vida, las saquen de la inercia. Las campanas y los feligreses piden, con constante repicar, que sean vueltas a usar.


En el templo de Puerto Colombia tampoco suenan

Las campanas de la Inmaculada Concepción no tienen quien las haga sonar









Sin instrumento. Están también los campanarios que envuelven una cavidad vacía, que no guardan en su interior el instrumento que da nombre a estos altos lugares. En el santuario dedicado a la Sagrada Familia (esquina de la carrera 41 con calle 54) las campanas no sonarán hoy, al filo de la madrugada, pues no hay ‘voces de cobre’ que reciban el 2013.

En la parroquia Nuestra Señora de la Merced tampoco. Hace algunos años, número que no puede precisar Yamil Cervantes, su secretario, la campana se cayó y, a la vez, se calló. Desde que se vino abajo se partió, y en lo más alto del templo no ha vuelto a resonar un repique de campanas.

El campanario vacío de la Sagrada Familia

Reloj, no marques las horas. En la iglesia San José faltan siempre cinco pa’ las once. A un costado de la torre derecha, en uno de los pocos relojes del templo que no están rotos, las manecillas se superponen perfectamente, apuntando esta hora.

El de al lado muestra otra, y así, ninguno de los artefactos diseñados para medir el tiempo en ese recinto puede dar con el horario real. Todos están dañados, y por eso, viven en los muros y paredes del templo detenidos, literalmente, en el tiempo, con horarios, minuteros y segunderos estancados. Por eso, otra de las tradiciones que afloraban en el filo del Año Nuevo, la del reloj que sonaba en 12 ocasiones para marcar la entrada triunfal, no será.

El reloj de la iglesia San José quedó detenido a las 10:55. Es de los pocos que no se encuentran partidos.

Hoy, cuando el 2013 se asome y todos lo cantemos con pitos y vítores, no estará la campana de la iglesia sonando, “anunciando que el Año Viejo se va”. Ya nos hemos acostumbrado al bullicio de emisoras y parlantes, que han sustituido las añejas ‘voces de cobre’, que siguen entre nosotros, estando sin estar.

miércoles, 2 de enero de 2013

The Beatles criollos, rumbo a Liverpool

Este artículo fue publicado el 12/12/12 en el diario El Espectador
Una moto Vespa, vintage, de 20 años, está parqueada detrás del portón negro de una casa en el barrio Santa Ana de Bogotá rodeada de una laca multiusos, un frasco de emulsión asfáltica, retazos de alfombra roja y un balde lleno de agua, rodillos y brochas.

Ese aparato beige, lindo, primoroso, es una de las huellas de las pasiones de Juan Andrés Rodríguez por lo que ya pasó pero sigue estando. En otras palabras, por la añoranza de las cosas buenas del ayer. Él, a diferencia de su hermano mayor, aún conserva su apellido de ascendencia española para identificarse. Sebastián se apellida Sero, ahora, por su proyecto en solitario. Ambos se graduaron del Gimnasio Moderno y estudiaron música.

De coletera romántica e influjo artístico nació Classicstone Ensemble. La sangre musical de los Rodríguez, también compartida por Juliana, su hermana menor, los llevó a organizar, hace siete años y con varios amigos más, un concierto con toda la psicodelia y la experimentación de Pink Floyd. “Solo queríamos hacer el show de The Wall”, cuenta, como disculpándose, Sebastián, quien fue el gestor de la idea con su novia de entonces, amiga ahora y también parte de la banda, Diana Osorio.

Juan Andrés y Sebastián Rodríguez
Alquilamos el auditorio Ernesto Bein del Moderno para hacer el toque y vendimos las boletas a 10 mil pesos, más o menos”. La primera presentación acabó con éxito y así comenzó un invento que hoy cuenta, incluso, con una escuela musical.

Como en la primera presentación se salieron con la suya, la decisión fue seguir juntos, pero no como un grupo netamente original, sino como una propuesta especializada en tributos, con la fuerza de los sonidos de las bandas legendarias. Luego de Pink Floyd llegó Queen, hasta aterrizar finalmente en The Beatles.

El cuarteto de Liverpool es al que más han interpretado en sus cerca de 400 presentaciones, la mayoría de ellas hechas en restaurantes, aunque han llegado hasta el Jorge Eliécer Gaitán. Javier Ojeda, Juan Carlos Abella y Rafa García –el barranquillero del grupo- completan el septeto de Classicstone. Todos son estudiados. Dependiendo del tributo que hagan, tocan y rotan sus instrumentos. Por ejemplo, Sebastián es bajista en The Beatles y guitarrista en Queen y Pink. Rafa, entonces, toca el bajo cuando interpretan estas dos últimas bandas, y así cambian los roles según el tipo de toque…

Los conciertos, con el tiempo, se fueron haciendo cada vez con mayor planeación. Actualmente trabajan con varios productores que se encargan de la logística de sus presentaciones. El arte visual ha sido adicionado a sus puestas en escena. Casi una decena de stencils con representaciones de los temas de The Beatles adornaron uno de sus conciertos. Los hizo Sandra Ojeda, familiar de Javier, el del bajo y la guitarra. Les gustaron a todos.

Ahora reposan recostados en una pared de su embalaje musical, la casa de ensayos que tienen hace un año, la escuela misma, a donde todos los días van a instruirse los casi 35 alumnos de la Classicstone Rock School. Cada estudiante, enamorado de un instrumento, recibe clases particulares del integrante que lo domine en la banda de tributos.

También hay un cuadro incompleto con los rostros de John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr. No hay representación de Lucy in the sky with diamonds, pero se imaginan cómo sería: “Un par de estrellas gigantes y, en medio de ellas, un columpio mecido por una niña de trenzas”. Sólo falta echar el pasto para completar la apariencia perfecta de esa fortaleza que silba notas de rock.

Conquistaron Argentina. No son famosos, no son reconocidos, pero sí son un referente en tributos en la escena local. El eco de su música llegó hasta Argentina, de donde les llegó una invitación hace unos meses para participar en el The Beatles Week Festival, en Buenos Aires.

El 1 de diciembre abordaron el avión y luego de hacer tres intervenciones de 30 minutos durante el festival, más tres conciertos al margen de este evento, obtuvieron el reconocimiento como la mejor banda latinoamericana de tributo a The Beatles y ganaron el cupo para participar por esta parte del mundo en un certamen de iguales características, que se realizará en Liverpool.

El repertorio que ofrecieron fue para fanáticos, “muy especializado, no tan comercial, de concurso”, según Sebastián. Ganaron, la dieron toda, para que sus familias, totalmente involucradas en su proyecto, estén más felices. “Al comienzo era chévere porque necesitábamos que fueran a los conciertos, e iban. Ahora es más chévere, porque ya no lo necesitamos y siguen haciéndolo”, cuenta Juan Andrés.

Resulta que The Beatles ahora son criollos.