domingo, 27 de mayo de 2012

Acetatos de vinilo: dando vueltas sin fin

Este artículo fue publicado en el diario El Heraldo el 15/05/12

Las fotos son de Christian Mercado para El Heraldo.


 Es una catedral cuyos vitrales se visten de negro y desprenden humedad que huele a antaño. Y es catedral porque parece rezarle y servirle a una devoción, lejos de parecer un cementerio atestado de objetos resignados a dejar de existir, pues allí, los long play están más vivos que nunca.

Esos círculos negros, sinónimos de ayer, enchapan el mausoleo criollo que se levanta en la calle 37 con carrera 41. Son 25.000 ‘ladrillos’ de acetato de vinilo que cimientan aquel palacio musical, y que quedaron como activos luego de que la gran cadena de tiendas de música Discolombia fuera cerrando, una por una, sus sucursales, y solo quedara en pie la que hoy es la más grande tienda de estos discos basados en la grabación mecánica analógica.

Los Butron viven entre esos acetatos desde hace 35 años. Shane, el único nieto que siguió los pasos de su abuelo Félix, su padre –Félix Junior- y su tío, es quien gerencia el almacén que hoy se llama ‘La casa del vinilo’. Algunos lo siguen llamando Discolombia, y de esas épocas de nombre diferente, queda una máquina registradora rotulada con dicha razón social, acompañada de su apellido: ‘la clave musical’. También hay una gran sello que se activa con una palanca, y que servía para marcar los long play con el logo de la cadena.

El lugar huele a añejo. Es como una cueva del tesoro.
En medio de ese recinto musical que suena a esas melodías de los años mozos y maravillosos, y una que otra creación más reciente, la salsa es el género que más demanda tiene. Extranjeros de todas partes del mundo, en especial mexicanos, ingleses y franceses, llegan buscando tesoros de ese ritmo antillano tan sonado por este rincón del mundo. Son joyas de colección por las que muchos están dispuestos a pagar altos precios.


El CD, su verdugo

Esta vitrola es una de las atracciones del
 lugar
Se vieron agonizantes en la década de 1995 al 2005, aproximadamente. Los CD’s llegaron para revolucionar el mercado musical, reducir el espacio que ocupaban las reliquias de vinilo de la casa y atesorar lo mejor del repertorio de los artistas predilectos de cada quien. Una tecnología más cómoda, más práctica y más novedosa.

Pero lo bueno se reconoce y la excepción no podía ser el long play. Su material y sus componentes le otorgan la posibilidad de entregar una calidad de sonido bastante alta, razón por la que los Dj’s siguen usándolos en conciertos. Además, mucha música solo quedó grabada en ese formato, por lo que los coleccionistas y fanáticos se volcaron nuevamente a comprarlos.

En temporada baja se venden, en promedio, 40 LP’s semanales. La cifra aumenta considerablemente en las mejores épocas del calendario barranquillero: carnavales y vacaciones, donde el número puede llegar a 200 e incluso 300 ejemplares vendidos.

De todo y para todos 

Señores: ¡Shakira a $10.000 en LP!
El acetato más económico que se puede encontrar cuesta $2.000, como algunos del Binomio de Oro, mientras que el más costoso puede tocar el millón de pesos y debe ser algún disco importado de difícil adquisición.

Diomedes Díaz era, hace algunos años, el cantante más solicitado en la tienda. “La gente hacía fila el día del lanzamiento del álbum antes de que abriéramos y ese día se llegaban a vender hasta 3000 ejemplares”, cuenta Shane. “Pero luego de sus polémicas y sus líos legales la gente dejó de comprarlo”, sentencia, dejando al ‘Cacique’ sin pueblo.

lunes, 21 de mayo de 2012

Ellas le ‘pusieron el pecho’ al cáncer


Este artículo fue publicado en el diario El Heraldo el 20/05/12

“Si nada nos salva de la muerte, que por lo menos el amor nos salve de la vida”
           - Pablo Neruda


Julia se reencontró consigo misma cuando combatió el
cáncer y se sobrepuso a él.
No se conocen. Quizá se habrán tropezado en una calle un día cualquiera, pero ninguna notó la presencia de la otra. Y aunque no se percataron recíprocamente de su existencia, ambas sí notaron un cuerpo extraño dentro de ellas que les dio el campanazo de alerta. No se conocen, pero comparten una historia. Ambas, en su momento, estuvieron desnudas de seguridad, de autoestima y de aceptación.

Julia se bañaba. Los 18 años en los cuales su madre convivió con cáncer de mama la alertaron por la masa que notaba en su seno izquierdo. La ginecóloga le dijo que, por el tamaño del quiste, parecía ser de agua. Por sus antecedentes, era preferible hacer una punción y mandarla a patología. A los pocos días su celular sonó. Era la ginecóloga. El cáncer había dado positivo.

A Érika le aterraba verse al espejo.
Ahora lo hace sin miedo.
A Érika se le ocurrió ir a un chequeo general. Su médico notó un cuerpo extraño en el interior de su mama y de ahí en adelante todo fue muy rápido. Tan rápido que no había asimilado, luego de una semana, además de una mastectomía radical y una reconstrucción de seno, que tenía cáncer. A los 31 años una noticia así la hizo pensar que la vida se había acabado.

Para Julia Olmos ese fue su peor 7 de diciembre. De hecho, fue el peor diciembre de los cincuenta y tantos que ha vivido. Su mayor miedo eran sus tres hijos, dos de ellos pequeños, a los que no les hallaba una vida sin su madre. Vinieron las quimios y las radioterapias, los viajes a Bogotá porque, para la época, en Barranquilla no había la tecnología médica necesaria para hacerlas. Fue duro el tratamiento, aceptar la enfermedad y sobre todo, dejar a sus niños por temporadas.

Érika De la Rosa sintió que perdió algo que la hacía ser lo que era: una mujer. “Quieres luchar por vivir pero no quieres perder algo, y sientes que te quitan parte de tu feminidad”. La quimioterapia no le dio tregua y le tumbó el cabello. Una peluca no era suficiente respaldo: la seguridad no llegaba. Lo que llegaron fueron preguntas sin respuestas aparentes: ¿dónde está Dios? ¿por qué a mí?... porque el ser humano, de a ratos, se cree intocable, invulnerable, exento del peligro que trae impregnada, por naturaleza, la vida.

Las fotos de Julia fueron tomadas por Vanexa Romero
Lo único que le pidieron los hijos a Julia fue que usara peluca para que sus compañeros no la vieran calva. El cabello había empezado a caerse por las quimios, y antes de ver cómo se iba perdiendo por completo, ella decidió raparse. Llamó a su peluquera de toda la vida y le explicó lo que quería. Su corazón de madre aún recuerda los ojos que pusieron sus pequeños Jorge Enrique, Alfredo y Juan Pablo mientras veían cómo las hebras iban cayendo al suelo al ras de la máquina que dejaba al descubierto el cuero cabelludo. Eso fue mucho más traumático que llegar a pesar 49 kilos.

“Cuando a uno le dicen que tiene cáncer uno piensa ¡se me acabó la vida!... la enfermedad se vuelve más fuerte que uno”, me cuenta una Érika sana y muy linda en la sala de su casa, ondeando un cabello negro envidiable, que cuesta creer que alguna vez no estuvo sobre su cabeza. Al enterarse del cáncer estaba sola, no tenía pareja y cree que fue lo mejor. Quien hubiera estado a su lado, además de aceptar la situación, debía ayudarla y apoyarla en ese difícil trance. Fue la familia su sostén en esos momentos. Su madre, su hermana y un angelito que llegaría meses después: Samuel, su sobrino y ahijado, su motor y aliento. Quien la hizo vivir.

Y las fotos de Érika las tomó
Josefina Villarreal
“Es que la enfermedad es como el Carnaval: solo el que lo vive sabe lo que es”, dice hoy tranquila Julia. Y solo quien lo vive puede buscar razones sólidas para aferrarse a la vida. “Dios fue mi refugio”. Y aún lo sigue siendo. Entre biblias, arcángeles y una imagen de la virgen de Fátima, revela la devoción que guarda en su alma. 

Érika cumple hoy 36 años y no los aparenta. Tiene más que motivos para festejar: acaban de cumplirse cinco años desde el diagnóstico sin presentar recaídas, por lo que puede decir, en tiempo pasado, que ya ‘tuvo’ cáncer. Julia superó los diez, y con ellos llegó la dicha de conocer a Tomás, su primer nieto.

Cuando se miran al espejo ven lo mismo: una mujer que ha podido reencontrarse con sí misma. Con la historia que les tocó vivir. Con la paz de quien sabe que ha hecho lo suyo para hacerle frente a los inconvenientes.

domingo, 13 de mayo de 2012

Profesión: Mamá

Este artículo fue publicado en el diario El Heraldo el 13/05/12



Los quiso. Así, tal cual como arribaron a su hogar. Llegaron hace casi una década, Vanessa un poco antes que Moisés, y por eso ya son parte irremplazable de la familia Calero Chica. Y del corazón de la señora de la casa.

‘Vane’ y ‘Moi’ no nacieron de su vientre, pero nada les falta para decir que son hijos de Yomaira. Hace 12 años es madre sustituta del programa del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. Lleyton, Marisol, Darlenis, Jesús, Rosman, Édgar, Gisella y Sebastián han pasado por sus manos. Ahora son Vanessa y Moisés esos hijos que no parió, pero que la enamoran cada día.


Su mamá, Alba Prieto, es madre sustituta desde hace 28 años. Las doctoras, al ver que ella le ayudaba tanto y que había criado a la par a tantos niños que pasaban por la casa donde creció, la invitaron a ser parte del programa. Aceptar ha sido la decisión más concienzuda de su vida: la ha llenado de una tremenda felicidad y de caritas alegres revoloteando por cada rincón.


Tributo de mamá

Yomaira Chico tiene 24 años de casada con Carlos Calero “¡pero no el de la televisón!”, exclama entre carcajadas. Los hijos no vinieron enseguida luego del matrimonio, pero la nueva señora de la casa quería que la familia se creciera sin reproducirse biológicamente.

Estaba encariñada con Reinaldo, un bebé que vivía en el hogar de su madre y que ella crió desde que llegó. Intentó adoptarlo pero fue en vano. Al poco tiempo el niño fue entregado a una pareja en Suiza y terminó su sueño de quedarse con él.

Después vendría su primer hijo, a quien no dudó en bautizar como aquel bebecito que se robó su corazón. El Reinaldo Calero de sangre, que nació de su vientre y heredó sus genes, es y será el recuerdo de aquel amor de madre latente.


La niña de la casa

Fotos: Jairo Rendón para El Heraldo
A Vanessa la acogió de 32 días de nacida. Ella es la consentida de la casa. Tiene diez años y deben dializarla tres veces a la semana porque sufre de insuficiencia renal crónica. “En Humana Vivir no me quieren. Ya saben que soy yo la que voy a pelear cada vez que cambian el centro médico para realizar las diálisis”.

Dice que Vane, la única niña del hogar, es muy inteligente. También colaboradora. La mira con ojos de quien ama, con ojos de madre. Porque lo es.

Solo entregaría a Vanessa si la dan en adopción. “Si es para otro hogar no la doy. Ella es mi hija mientras pertenezca al ICBF”. El sábado pasado le festejó el cumpleaños con pudín, globos y música, como a ella le gusta. “Es que si Vane no ve esas cosas dice que no ha cumplido”.

Moisés, su otro amor 

“Yo tengo dos hijos biológicos: Reinaldo, de 19 años, y Juan Carlos, de 16. Pero el mayor de la casa es Moi ¡que tiene 21!”, afirma riendo con ganas. Y con certeza, pues ya lo hizo parte de su familia.

“Ahora Moi, ahora te toman la foto a ti”, dice, mientras intenta sentar a quien ha convertido en su hijo mayor, así pueda llegar a ser el más infantil de todos por la discapacidad cognitiva que presenta.

Se ríe a la par con sus ocurrencias. Lo ha educado para que sepa qué cosas debe y puede hacer. Es difícil que lo adopten porque ya es mayor edad y eso, para ella, puede ser hasta mejor: lo tendrá hasta su lado el tiempo necesario, y espera que no sea poco.

Las despedidas


Como toda madre, Yomaira sufre. Ver partir a esos pequeños que hizo sus retoños no ha sido tarea fácil. “Entregar un niño es dolor. Eso da duro porque tú sabes que lo que se ‘manosea’ es lo que se quiere”.

Si un niño va para el exterior le avisan unos tres o cuatro meses antes. Si se queda en Colombia, el tiempo puede variar. En cualquier caso, es igual de doloroso, así crea que se puede manejar la situación. “Yo ya estaba acostumbrada porque mi mamá ha entregado tantos… A quienes los adoptan les digo que si se van a llevar al niño, no dejen que me vea más”.


A algunos, como Lleyton, los sigue viendo. La madre adoptiva de este niño que entregó Yomaira de casi dos años y que ya tiene 12 se lo lleva cada vez que puede. “Tú tuviste a mi hijo y siempre serás su madre también”, le dice. Él ahora la llama tía.


A Sebastián lo recibió de 18 días y vio cómo partía para Noruega de un año y dos meses. Ya debe tener seis añitos. La mamá le dijo que cuando tuviera ocho se lo traía para que lo viera. “Tengo esperanzas de verlo”, añora con una sonrisa.

El vínculo que se crea desde el vientre, ese sentimiento intrínseco y profundo que late con cada movimiento del corazón y que une a la madre a su hijo, no lo ha podido experimentar Yomaira con la decena de chiquillos que han llegado a su hogar. Sin embargo, ha dado todo por los que han engrandecido su familia y les ha regalado momentos inolvidables, que hoy llenan álbumes de fotografías.

No los unió la comunión del cuerpo. No los planeó, formó, gestó. Los ‘adoptó’ sin miramientos ni recelos. Los acunará en su hogar el tiempo que le regale la vida. Los ama.

martes, 8 de mayo de 2012

A toda máquina

Esta imagen, que me encanta, es de mi amiga Vanexa Romero


El pago venía repartido así: dos millones de pesos en efectivo, 500 mil en cheques viajeros y 500 en cheques normales. Pero “la ‘Reina’ no se vende”. Así de simple. Doña Gloria Manotas interrumpió la transacción dando como argumento el único que su mente soltó racionalmente: “¡porque ella es la ‘Reina!”. Rotundo y sencillo.

El emisario del coleccionista extranjero que mandó desde Cartagena a Barranquilla a buscar la Smith Corona de 1904 que dormía en el estante del Taller Arcón tuvo que devolverse con las manos vacías. La reliquia más preciada del negocio familiar bajo ninguna circunstancia podía ser movida del lugar privilegiado donde reposaba, y por eso, hoy sigue ahí, en la vitrina más inmediata que recibe al público en el local ubicado en la carrera 44 con calle 68. En el trono de vidrio que la recibió como atracción y orgullo, vive y duerme como la consentida del lugar. Es la única máquina que habita en el taller que posee solo tres líneas de teclado alfanumérico. Las demás completan las cuatro, además de la barra espaciadora.

La Reina posando para Vane ;)
La ‘Reina’ llegó a las manos de José María Arcón Jiménez porque una señora, cuyo nombre es incapaz de recordar, llegó a su taller con la máquina de escribir metida en una cajita, envuelta entre toallas como una bebé recién nacida. La dama, quien ya conocía el trabajo de la familia, decidió que aquel taller era el mejor lugar para albergar el regalo que, en épocas pasadas, había heredado su madre de su abuela. La razón para dejarla: debía viajar a Venezuela para ser operada –tampoco recuerda José María de qué dolencia– y no podía cargar con ella. Le pidió que se la quedara, a cambio de que le ayudase comprándole el tiquete que la llevaría al país vecino. El trato quedó pactado y la ‘Reina’ cambió de hogar. De aquella mujer que la dejó en manos de los Arcón nada se ha vuelto a saber.

Aún escribe. Su tinta a medio pintar reseña las palabras aleatorias que, cada vez que decide exhibirla, le ordena su dueño. No la venden a ningún precio, así alguna vez haya estado casi en manos de otro propietario. José María agradece aquel arrebato de su esposa, doña Gloria, quien le impidió venderla y ha cedido su puesto como señora de la casa a aquel aparato inigualable, que con más de un siglo de existencia, no cede al tiempo ni a las marcas, al imperativo de los años que amenazan con hacerla envejecer.

Sigue tan diva y tan moza como cuando llegó a Arcón. Marca, hechura y calidad ratifican su título de soberana entre los aparatos de antaño del lugar.

No mueren

Foto de Luis Rodríguez

Son 35 años sentado en las afueras del Centro Cívico, con una reliquia en frente. Ha tenido 6 u 8, no sabe exactamente, pero todas manuales y con sus años encima. Servando Muñoz es tramitador empírico y trabaja con una Olivetti línea 98 que lo ha graduado como “puyógrafo profesional”, aclara.


Las máquinas de escribir se aferran a la vida con una funcionalidad que las hace prácticas y aún útiles, en medio del desenfreno de un mundo rendido a los avances tecnológicos y la invención sin límites.

La labor que cumple Servando llenando uno y mil formatos legales y tramitando papeles que solo pueden concebirse con cinta y tinta es invaluable. Su Olivetti gris de gran tamaño es la aliada ideal. “No puedo hacer mi trabajo con un portátil porque no hay energía donde conectarlo en caso de quedarme sin batería –que es lo más probable–. Además, la mayoría de documentos vienen con un formato preestablecido que difícilmente podría llenarse en un computador”.

Siguen siendo imprescindibles. El carro y el rodillo se resisten a desaparecer entre cursores y botones que borran automáticamente. Los nuevos artefactos automatizados son una amenaza constante para las serviles máquinas manuales, pero estas se enfrentan día a día a esta reinvención como quien sabe que todo tiempo pasado fue mejor.

El auge de lo vintage

Esta máquina es un emblema, pero no puedo revelar el nombre de
su dueño porque es casi una profanación. La foto es de Cristian M.

Ese aura de pasado que evocan las máquinas de escribir no se ha limitado a su uso en el estricto sentido laboral. Las modas que van y vienen, las olas de esnobismo que llegan entre cada tanto y tanto ubican lo retro como un gusto generacional que se extiende rápido y logra aceptación entre jóvenes que no alcanzaron a convivir naturalmente con los objetos y artefactos sinónimos de épocas pasadas.

Los tonos sepia han vuelto a colorear el mundo. Objetos teñidos con el halo del desgaste que evidencia el paso del tiempo conforman gran parte de los retratos de álbumes digitales que se comparten segundo a segundo en el espacio cibernético.

Ambivalencia extraña en días de iPhones y iPads, de ‘smartphones’ de alta gama, que conjugan la tecnología de punta que los forjó con la apariencia que evoca los retratos del ayer. Plagados de aplicaciones como Instagram, que con sus efectos fotográficos como filtros, marcos y colores retro y ‘vintage’ homenajea a la Kodak Instamatic y las cámaras Polaroid, visten la tecnología de nostalgia de los momentos congelados con el marco del recuerdo de antes para no olvidar los buenos momentos del presente. Olor a semblanza. Al misterio atrapado en las páginas del pasado que vale la pena atesorar hasta que las épocas parezcan remotas…