domingo, 31 de julio de 2016

Gabo sí tiene quien lo visite, aunque no lo sepan

El mausoleo donde reposan las cenizas del autor de 'Cien años de soledad', ubicado en el claustro La Merced, en Cartagena, recibe cientos de visitantes cada semana. Sin embargo, la mayoría desconoce que allí hace el Nobel, o ni siquiera lo reconocen.

Así luce el busto de Gabo, esculpido por la artista británica Katie Murray, sobre la plataforma de cristal y el aljibe.

Por Andrea Jiménez Jiménez 
Gabo no es tan universal como parece. No, al menos, en la última morada del más grande de los novelistas colombianos. En el Claustro de La Merced de Cartagena, donde reposan sus cenizas, no todos saben que está ahí. Ni siquiera lo reconocen cuando los recibe su imagen sonriente, esculpida en piedra por la británica Katie Murray, subida a una columna de mármol.

El busto del autor no concentra muchas miradas. Abierto al público hace 70 días, el resguardo del Nobel compite con todo lo que conforma esa sede de la Universidad de Cartagena, elegida por Mercedes Barcha, viuda del escritor, para albergar los restos mortales del creador de Macondo.

Lo primero que llama la atención de los turistas es la arquitectura del lugar. Eso dice Luisa Coelho, una brasileña de 31 años que llegó al sitio el viernes "caminando". El claustro, declarado Monumento Nacional, exhibe el aura colonial que se repite en las fachadas del Centro Histórico de 'La Heroica'. Por eso es natural que, siguiendo el camino de las murallas, los extranjeros se detengan ante la fachada rosada de La Merced.

Una placa en la pared exterior, de esas que identifican las calles de la Ciudad Amurallada, muestra el nombre de la edificación y revela que allí se preserva parte de la historia de la Cartagena de Indias que todos, o la mayoría, han ido a buscar. Así se topan con el único Nobel colombiano, aunque no lo noten.

Eso fue lo que le ocurrió a Denis Lima, el novio de Luisa, quien asegura que García Márquez fue el primer Nobel de Literatura. "¿Era portugués o latino?". Lo que sabe del escritor de Aracataca es más bien difuso, pero repite con vehemencia que "fue amigo de Jorge Amado", escritor brasileño.

Vista lateral del monumento a Gabo. Denis Lima, turista brasilero,
recorre el claustro que lo acoge.
Un aljibe enorme, añejo y subterráneo; una plataforma de cristal y unas plantas dispuestas al pie del mausoleo completan el refugio garciamarquiano que, según cifras de la Universidad de Cartagena, recibió "más de 1.800 visitas" entre el 22 de mayo y el 30 de junio. El registro indica visitantes de 41 países, provenientes principalmente de Estados Unidos (142 personas), Brasil (102) y México (74). Pero el margen de error de dichos archivos es amplio, a juzgar por lo ocurrido ese viernes, cuando, entre las 3 y las 5 p.m., 15 extranjeros ingresaron al lugar y ninguno firmó la planilla de visitas.

No lo hicieron Luisa ni Denis, ni tampoco un par de europeos que solo dieron una vuelta por el antiguo convento. Gabo pasó inadvertido. Como también ocurrió con otra pareja que solo asomó, buscó el baño, fotografió sus balcones y partió a los dos minutos. No parece impresionarle a nadie el busto de 1,5 metros, ni su ornamentación. No hay flashes para el monumento, solo prisa por seguir recorriendo las murallas.

Es por accidente que se ha ido engrosando la lista de visitas, según Leidy Pestana, vigilante de turno. Cuenta que esa tarde está "quieta", pero la sacan de la inercia los Ocoró Mondragón, liderados por Bertha, nicaragüense, y Gustavo, colombiano. Sus hijos, de 15 y 17 años, los acompañan.

Son los únicos visitantes de la jornada que saben quién es Gabo y por qué está ahí. Solo ellos se fotografiaron en la plataforma de las cenizas, y también en la imagen en HD del escritor que reposa en una de las paredes.  "Está bien, pero esperaba que estuviera mejor. Suponía que iban a tirar la casa por la ventana", dice Gustavo, a quien el panteón le parece "un poquito simple". Una visita de 10 minutos sacia la curiosidad de la familia, que echó de menos un guía que les diera detalles de la construcción.

Los que llenan ese vacío son los vigilantes, como Pedro Martínez, quien acompaña a Leidy. Acaba de señalarle a un oriental el sitio exacto donde se encuentran las cenizas del Nobel, la pregunta más frecuente en el lugar: " justo debajo del busto".

Fachada del Claustro La Merced.
Sobre las 5 p.m., hora en la que se cierra La Merced al público, llega un grupo de turistas. Llevan cámaras, pero no disparan al monumento. Señalan al balcón y no se dan por enterados de que Gabo, reducido, es el que está allí. "La mayoría está azul", comenta al día siguiente Thiago Moncaris, con nombre de turista brasileño, pero quien en realidad es el vigilante cartagenero del turno del sábado. Tiene claro que Gabo y sus cenizas pasan inadvertidas casi siempre. 

Es mediodía y el Nobel, sin visitantes en la última hora, sigue allí, sonriendo a los que no llegan. "Como esto todavía no lo han organizado bien" la afluencia no es mucha, o no como la que puede esperarse para una figura como el cataquero.

"Hay mexicanos que lloran", continúa el de seguridad, para explicar que García Márquez no es un desconocido para todos. Hay extranjeros que tiene claro quién es el autor de 'Cien años de soledad'. Los más recientes son los Mathias, unos brasileños que reconocen al autor y las mariposas amarillas artificiales posadas en los árboles de almendro del recinto. La familia entró al claustro luego de leer, en una placa conmemorativa casi siempre ignorada, al pie de la fachada, que allí se encuentran las cenizas del escritor.

"¿Murió en Cuba o aquí", pregunta Nelo, el único del grupo que habla español. "En México", responde Thiago, que también tiene claras otro par de cosas sobre el Nobel, o por lo menos, sobre lo que va de su estancia sobre el aljibe. Una, que la hora en la que más llega gente es a las 5:15 p.m., "cuando ya hemos cerrado la reja". Y dos, que el día de mayor afluencia es el domingo, "cuando no abrimos". Tienen mucho de Macondo sus sentencias.



miércoles, 20 de julio de 2016

De Aracataca a Macondo, un viaje a los pueblos de García Márquez

Este artículo fue publicado en los diarios ADN y El Tiempo.

La Casa del Telegrafista, el lugar donde trabajaba el padre de Gabo. La foto es de Guillermo González para la casa editorial El Tiempo.

Es difícil saber cuándo uno deja de estar en Aracataca y comienza a estar en Macondo. Debe ser porque desde el inicio de los tiempos, cuando era una aldea de veinte casas de barro y cañabrava, han sido la misma cosa. Los cataqueros se sienten orgullosos de habitar ese pedazo de tierra adonde los arrojó el devenir, que sin agua a la altura de la Academia Sueca ni infraestructura hotelera de Nobel, es el pueblo colombiano más anclado a la globalidad: su nombre (sus nombres) aparece una y otra vez en un laberinto de fonemas islandeses, portugueses, alemanes, rumanos y cualquiera que haya intentado acercarse, desde una lengua diferente al español, a ese caserío cercado por un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas; blancas y enormes como huevos prehistóricos.
"No había una puerta, una grieta de un muro, un rastro humano que no tuviera dentro de mí una resonancia sobrenatural", escribía García Márquez sobre el regreso a su pueblo en 1950, y esa oscilación onírica está plasmada, 65 años después, en las fachadas de esa legión literaria con sede en la realidad más mágica imaginada, que alardea de su condición pintando avisos con aerosol que le llaman 'La Hojarasca' a una miscelánea, o ‘Ciclorrepuestos Macondianos’ a un taller de bicicletas. O bautizan ‘Billares Casa e’ tabla de Macondo’ al sitio de distracción. Y 'Macondo' a una ebanistería, o al arroz que vierten al mediodía en las ollas de peltre, antesala de la siesta inmutable del mediodía, cuando afuera se levanta el polvo invisible y ardiente hasta que el bullicio de las tres saca a todos de las hamacas y los devuelve a su lugar habitual.

“Solo quedaron los almendros polvorientos, las calles reverberantes, las casas de madera y techos de cinc oxidado con sus gentes taciturnas, devastadas por los recuerdos". La United Fruit Company a estas alturas es un fantasma que se señala con el dedo: ahí quedaba esto y aquello, el comisariato, los vestigios. Ya no hay dolor, sino una alegría colectiva y mesurada, suficiente para alzar la mano y saludar al forastero que pasa agobiado por el calor inhumano; para agradecer por acordarse de Aracataca y su vida común, punto aparte de la ensoñación que despierta ser y estar en el pueblo del nieto de Papalelo, del coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía, donde la ruta que atraviesa las cuatro esquinas de esa aldea fantástica no puede si no llamarse Transmacondo.
“Lo único cierto –decía Gabo- era que se llevaron todo: el dinero, las brisas de diciembre, el chuchillo del pan, el trueno de las tres de la tarde, el aroma de los jardines, el amor”. Pero lo que se llevaron los gringos lo repuso el tiempo y él mismo, sin quererlo. Se colgaron letreros oficiales, como el de ‘Luisa Santiaga Márquez Iguarán, al pie de una carretera pavimentada y sobre la fachada del hospital municipal’, o el de ‘Remedios la Bella’, que corona la biblioteca más feliz del mundo, porque Gabriel José de la Concordia es suyo.
La misma Remedios evanescente se trepó a lo alto del monumento que mira de frente a la antigua estación del ferrocarril, pero un grupo de turistas, ávidos de recuerdos tangibles, la echaron abajo en un intento por fotografiarse junto a ella y el prodigio de su ascensión.
A la estatua cercenada, de la que solo queda la base de un libro abierto sin rastro de letras, la encara la blanca estación férrea, reducida a una mole de ladrillos, donde la sombra brinda más clemencia que en cualquier otro lugar del pueblo. Gente cualquiera, a cualquier hora, va a buscar allá algo que nadie sabe qué es, pero necesario e imperativo. El que viene de afuera espera que el fantasma de Gabo se asome entre el cementerio de bicitaxis que duermen acurrucados en uno de los hangares traseros sin techo, o surja del otro lado del riel, aguardando por el tren carbonífero que se olvidó de la primera, segunda y tercera clase de sus épocas primarias, incluso de los vagones genéricos que lo llevaron a la excursión de vender la casa materna, donde hoy se levanta la historia museística de su niñez surreal.
Que la acogería el Estado, que sería el museo Leo Matiz, que tendría un Juan Valdez… de todo dicen todos sobre esta melancólica esquina que fue, en los tiempos juveniles del Nobel, una “versión tropical de las que conocíamos por las películas de vaqueros”. La actualidad la tiene situada en el mismo lugar, viendo en primer plano ese tren infinito que aparece zumbando, sin funcionalidad alguna.
Con la misma desidia es tratada la fuente inconclusa que la cementera mexicana Cemex le regaló a Macondo, “que no tiene ni agua buena para tomar y ahora iba a salir de ahí”, como dice un cataquero que me ayuda a descifrar de qué se trata esa estructura llamativa con forma de puente, donde son legibles las primeras y las últimas palabras de ‘Cien años de soledad’. La rodean varios cubos de cemento, que, juntos, dejan leer de un solo tajo ‘Macondo’, el nombre sonoro que hoy arrastra este reino bananero, llamado como la única hacienda del trayecto Ciénaga-Aracataca que exhibía su identidad.
No es el comienzo del mundo Aracataca, donde apenas nacía el planeta y a las cosas carecían de nombre. Tanto, que había que señalarlas con el dedo para nombrarlas. Tampoco la promesa nostálgica que se va colando por los impulsos latentes de la oficina del telégrafo, cerrada ahora por remodelación. Nada queda de ese “todo idéntico a los recuerdos” de Gabo, ni mucho menos “reducido y pobre”. Pero sí es Macondo y su realismo mágico, con el relieve que significa ser la cuna del único Nobel que ha salido de esta tierra que busca redención.
Es ese lugar quimérico que mira con cotidianidad cómo vienen y se van gentes de otras latitudes, encantadas e imantadas por la posibilidad de que todo recuerde el universo garciamarquiano, cuando para los lugareños no es más que la costumbre de su día a día, que se gasta recordando la genialidad de un coterráneo que les hizo favor de ponerlos en el mapa mundial, al que –siguiendo la norma cruel de un país en guerra-, solo hubieran podido llegar a través de la tragedia. A la literatura deben el milagro. A Gabo, todo su honor y corazón.