martes, 31 de enero de 2012

Vengan todos!!!

La época de precarnaval en mi tierra, Barranquilla, es simplemente inmejorable. Y no lo digo solo por los fines de semana previos a la fiesta más esperada del año por estos lados, en los que, de viernes a domingo, hay parranda, baile y ron pa' to'el mundo. 
En este terruño caribeño también hay espacio para el arte y la cultura, y vienen ¡disfrazadas de monocuco y marimonda!  
Desde hace seis años Heriberto Fiorillo y Efraím Medina, abanderados de esta iniciativa de la Fundación La Cueva, presentan a los barranquilleros y turistas que llegan para el calendario festivo un repertorio exquisito que han denominado Carnaval de las Artes.
Personajes de la talla de Laura Esquivel, Jon Lee Anderson, Fernando Vallejo, entre otros, han desfilado por el escenario del evento que este año llega a su sexta versión. 
Desde el año pasado Indeleblia ha seguido cada una de las intervenciones que hacen parte de la programación del espectáculo (http://indeleblia.blogspot.com/search/label/Carnaval%20de%20las%20Artes)  y este año no será la excepción. Estaremos más que encantados de compartir por este medio fotografías, videos y textos que ilustren los más memorables momentos del Carnaval y además, extendemos la invitación ¡porque es gratis y el deleite es mayúsculo!

Aquí está el afiche promocional de esta edición:


y aquí les dejo la programación completita y todo lo que necesitan saber sobre el evento 

Ah, y si tienes hijos, primos o hermanitos, también hay espacio para ellos. Se regalan sonrisas, dulces, helados y una buena dosis de alegría


¡No se lo pierdan!

lunes, 23 de enero de 2012

El Prado, reservado para mí

No podía dejar de compartir con ustedes mi primera crónica publicada en el diario El Heraldo, en el suplemento Latitud el 22 de enero 2012. Las fotografías son de Rafael Pabón.

Detalle en perspectiva desde el 'lobby' del inmueble consentido del patrimonio arquitectónico local,
símbolo de la hotelería tradicional de Barranquilla





La entrada

Desde el aire parece una fortaleza feudal, un castillo medieval cercado por un borde reverdecido de copas de árboles, dispuestas como séquito de vigilancia que pernocta en la palpitante intersección de la calle 70 con carrera 54, justo en el corazón del más emblemático de los barrios de la ciudad. Las tejas del rojo ladrillo que separan el cielo del cemento de la edificación surcan los metros cuadrados que acunan las 200 habitaciones  dispuestas para acoger a todos los que se animen a dejarse embrujar por el encanto legendario del hotel insignia de Barranquilla.

La primera vez que visité el Hotel El Prado me pareció el lugar más asombroso del mundo, al menos, que estuviera a mi alcance. Sus paredes bañadas con la tradicional capa de color crema que invitaba a la más elevada sofisticación, sus ventanas coronadas con la carpa azul rey que parecían haber permanecido ahí desde los inicios del mundo, lo hacían parecer un monumento de forma pentagonal que se erigía solariego e imperioso en el barrio de los amores de la naciente ´Puerta de Oro’.  

Esta foto hace parte del dossier del hotel. Cortesía Hotel El Prado.
El pretensioso vestíbulo adoquinado con molduras de figuras neoclásicas se asoma como un tragaluz de tiempo completo. La estructura ha sido el anfitrión por excelencia de todo aquel que arriba a El Prado. En sus inicios era igual a esa especie de carpa azul que recubre las ventanas acrisoladas que se muestran en la fachada del inmueble consentido del patrimonio arquitectónico local. Con el tiempo evolucionó a la imponente mezcla de concreto de la que pende una araña tan antigua como el hotel, cubierta de una capa de laca tan negra como el ébano, tan rústica como las cadenas que la sostienen.

Su entrada imponente me hacía recordar los lobbies que había visto en televisión, en las películas americanas, esas que trataba de emular desde mi casa de 30 metros cuadrados en el suroriente de la ciudad. Era un vestíbulo ideal e idealizado, y me sentí como Macaulay Culkin en la antecámara del hotel  Waldorf Astoria, donde roería sus planes para no aburrirse en sus solitarias vacaciones en New York.


El lobby
Rafael Escalante ha hecho suyo el escalón que separa el jardín frontal del zaguán del hotel. Lleva 35 años trabajando como botones y no hay mejor anfitrión que él. Sus ojos verdes refulgen en su rostro hendido en años, enmarcados por unas cejas atravesadas por dos líneas blancas paralelas, teñidas del blanco típico de las canas -rezagos del tiempo- que interrumpen el negro original que las coloreaba. De caminar resuelto y afabilidad toda, se apresura a recibir a quien llegue a parar a la cúpula de bordes rectos y faroles taciturnos de épocas lejanas.

Llegué en un taxi, con mi mamá. La pizzería del hotel me esperaba con la ilusión del olor de los ingredientes que me guiarían como perro manso a su dueño ciego. Entonces me detuve. Las molduras de blanco ceniciento que se esparcen por el lugar se me antojaron fichas de colección. Avanzaba por el piso ajedrezado que como lienzo donde mis zapatillas de niña se deslizarían, terminaría por trazar un recorrido memorable, de esos de siempre recordar.

Lo primero de lo que uno se percata al pisar el lobby de la esta Joya Arquitectónica del Caribe es del inmenso árbol de Navidad que descansa en medio de los  juegos de sala que reposan allí. El primero fue traído desde Miami y se adosa con una fúlgida malla roja que lo envuelve y unos cuantos adornos que suman casi las dos décadas de existencia.  También es evidente el sello perentorio de la mueblería de Oriente, vestigio de los años en los que el hotel estuvo a cargo de los Nasser- Arana, expropiados de su posesión por los vínculos con el narcotráfico. Un sencillo centro de mesa navideño rompe la armonía de los textiles que forran la silletería importada. Un jarrón lleno hasta la mitad con bolas de acrílico moradas y plateadas. Giro la cabeza 90° porque sé que alguien me está mirando. Don Freddy Nieto, botones desde hace 26 años, me saluda con las pupilas entornadas en sus ojos repletos de sinceridad.

Sentí que me había descubierto, sin embargo, parece que a nadie le importó que yo estuviera ahí en ese preciso momento. Reparé con detalle las pinturas del maestro Loaiza, estampadas en la pared entre un ventanal y otro. Examiné los maleteros y el terciopelo rojo de las escaleras. Quise desfilar por ellas como la niña soñadora que quiere sentirse la reina del mundo, pero el sonido de un aparato en particular me sacó de mi ensimismamiento. El color marrón del teléfono que no paraba de sonar, similar al de una espesa malteada de chocolate, me recordó que tenía hambre.

“Botones, muy buenas tardes, habla Freddy…”. Esperé a que colgara para preguntar por lo que fui a buscar. Mientras, me fijé en el cuadro de eventos del día, que solo contenía una actividad empresarial de una reconocida agencia de viajes, justo en el último eslabón del tablero. Colgó. Entonces Freddy, de aspecto más sereno que Rafael, me hizo un breve resumen del maremágnum de personajes que ha desfilado por el primer hotel turístico de Latinoamérica, tan variopinto como numeroso.  Reinas, cantantes, políticos, hasta miembros de la realeza mundial; todos han coincidido en los predios del hotel de los amores de Barranquilla.

Pero Freddy interrumpe su relato y con un entendible lenguaje de señas me invita a seguir los pasos de su compañero.


viernes, 6 de enero de 2012

Trevor Brown… ¿genio incomprendido o loco desquiciado?

Trevor Brown es una aberración. Así parecen demostrarlo sus creaciones ‘artísticas’ –no me atrevo a afirmar tajantemente que lo sean-, su obra prolífica que debió consolidar en Japón, pues se autoexilió de su fría patria inglesa para evitar la persecución y las duras críticas que lloverían en su contra.

Raphy Autopsy y Necro Porno fueron un par de minilibros que recopilaban sus primeras creaciones y que Brown repartía entre sus compañeros de las escuelas de diseño a las que asistía. En esas páginas en monocromía esbozó sus ya recurrentes y controvertidos temas; oscuros por más, lascivos y punzantes hasta el repudio público.

La sugestividad de Brown oscila entre lo grotescamente inocente y lo estéticamente siniestro. Sus delicadas damitas orientales pierden su esencia infantil, la cándida naturaleza que reviste los años tiernos de la niñez, y las convierte en protagonistas de las más perturbadoras filias y abusos.

Creador de este BabyArt, como ha denominado su colección gráfica, el inglés pone de sobremesa uno de los temas más preocupantes y aberrantes de la coyuntura actual. Una manera bastante particular de poner el dedo en la llaga, recordándonos que la herida abierta por los constantes desmanes y abusos contra los niños aún no sana, y por el contrario, se inflama con cada nuevo atropello que sale a la luz pública.

Algunos lo catalogan como un crítico visceral que denuncia a través del arte. Para otros no es más que un maniático obsesivo, un pedófilo en potencia -o manifiesto-  que recrudece la abominable realidad.

Ustedes, ¿qué opinan?












Esta es su obra completa:

  •      Evil (1996)
  •      Forbidden Fruit (1997)
  •      My Alphabet (1999)
  •      Temple of Blasphemy (1999)
  •      Medical Fun (2001)
  •      Li'l Miss Sticky Kiss (2004)
  •      Rubber Doll (2007)
  •      Trevor Brown's Alice (2010)
  •      Black and white (2011)      


Bonus Track: Trevor Brown está casado con una artista japonesa llamada Konomi Izumi, mejor conocida como Hippie Coco, diseñadora de unos ositos de peluche que son todos unos objetos de culto en el país nipón. A mí me recordó a la historia de John Lennon y Yoko Ono: un inglés con una japonesa, pareja de artistas, y uno no termina de comprender quién perturbó a quién (porque digan lo que digan, Lennon, al final de sus días –después de conocer a Yoko- se volvió aún más ‘diferente’)

Ah, y otra cosa: de Trevor Brown no se conoce su rostro, al menos no en el mundo cibernético. Muchos son los que lo han confundido con un músico homónimo ¡No se dejen engañar! hasta ahora su cara es desconocida para Google (o por lo menos para mí, que llevo años intentando encontrarla. Es cierto.)