martes, 27 de diciembre de 2011

El lugar que nunca duerme

Publicado en Qhubo Barranquilla, el 22 de junio de 2011

El mercado de Barranquilla es un hervidero de gente que desde sus diversos roles, logra mantener activo un escenario donde la palabra ‘dormir’ no existe.


Mientras usted se prepara para irse a la cama, ellos están terminando de alistarse para salir a trabajar. Unos llegan a las 6 de la tarde, otros a las 2 de la mañana. Tienen horarios tan disímiles como sus vidas, y un factor común que los une, su trabajo. Ellos son los protagonistas de un sitio emblemático de la ciudad, los que laboran en la plaza de alimentos más popular de Barranquilla. Los que viven en una dimensión paralela mientras la ciudad duerme.


Sin parar…
La imagen más nítida del mercado es la comunión de gentes, que entre bultos y carretillas, tintos y verduras, trabajan incansablemente, de sol a sol, para cumplir con el encargo divino del trabajo, esa bendición que se traduce para ellos en una frenética jornada.

Son 24 horas de trabajo sin parar. No hace falta adentrarse mucho al corazón del lugar para saber que allí el tiempo no se detiene. La actividad del expendio más grande frutas y verduras es maratónica. Es, al igual que los hospitales y clínicas de la ciudad, uno de los pocos lugares donde las labores no dan tregua. Sol y luna dan lo mismo, bajo la luz de ambos astros se ‘camella’ por igual.

En la madrugada no hay tiempo para el descanso y la diversión, escasamente para un tinto que mantenga las energías y  recuerde que los párpados no pueden caer.


De mayoristas y coteros
Don Fernando llega a las 10 de la noche y se instala en una silla de madera donde recibe a sus clientes y despacha la mercancía que encargó a traer desde el interior del país. Con calculadora en mano, saca cuentas del precio de la zanahoria, la papa y la cebolla blanca.

Se mantiene sentado en su sitio hasta las nueve de la mañana, hora en la que ya ha terminado de venderle la mercancía a los tenderos y dueños de casinos y restaurantes. Luego de esto, comienza a organizar los pagos y cobros hasta las dos de la tarde, aproximadamente. Permanece 16 horas en su trabajo y le restan ocho para dormir, descansar, comer. El martes es su día de descanso, en el que finalmente podrá acostarse a las horas en las que usualmente cumple con su rol de mayorista.

La mano derecha de don Fernando son los ‘coteros’, los encargados de bajar y cargar los bultos de alimentos para su comercialización. La mayoría de ellos llega entre las seis de la tarde y las siete de la noche, y reciben un sueldo diario que oscila entre los 25.000 y 30.000 pesos.

Carlos Coronado descarga tractomulas. Su piel resistente, casi inmune al volumen de los bultos, es el resultado de un ejercicio que realiza  desde hace 27 años. Desde las seis de la tarde está en el mercado echándose sacos al hombro bajo el resplandor de las estrellas, que como faroles encendidos, trazan una línea imaginaria en su vida, pues son el anuncio innegable de que ha llegado la hora de trabajar.

Los carretilleros son los otros responsables del transporte de mercancías. Su instrumento es una improvisada caja de madera con ruedas zambilocas que no logran sincronizarse en ninguna dirección. Sus piernas son el motor del vehículo y las que lo conducen a donde mande el cliente. Su vigor es la materia prima de su trabajo, que a son de empujar carretilla, marca el ritmo del dinero que puedan conseguir para su sustento.


Entre penumbra y verduras
Una bombilla a medio encender cuelga del puesto de verduras del tío de Osvaldo. Este último es quien lo ayuda a organizar ese rincón del mercado público. Se despierta a la una y media de la madrugada para alcanzar a tiempo un taxi colectivo que lo transporte hasta allá. Permanece en el negocio hasta el mediodía, luego duerme hasta las tres de la tarde y vuelve al ruedo: saca una moto de su propiedad y trabaja como mototaxi hasta las ocho de la noche.

Todo lo hace por sus hijos, que son cinco, y a los que quiere darles lo mejor. Su desgastante rutina es el único seguro que tiene para asegurarles un futuro. Ante esta realidad, separar y ordenar los tomates y el cebollín bajo la incipiente luz se vuelve una labor más llevadera. Sus hijos lo hacen reinventar sus posibilidades para soñar con destino mejor para ellos.

Entre verduras también se desenvuelve la vida de Edwin Herrera, un vendedor de legumbres y hortalizas al detal.  Acostumbrado a madrugar, los 22 años que tiene con su puesto le han enseñado a no preocuparse por respetar festivos o fechas especiales ni por desayunar a las 11 de la mañana.

Cuenta con dos ayudantes que lo apoyan a pesar los productos y despacharlos, y como tiene espíritu de comerciante, tiene arrendado un local de billares que le sirve como otra entrada para mantener a su familia. Todos los días viaja en colectivo desde el barrio Santa María, donde vive,  y le tranquiliza saber que afortunadamente, siempre logra vender toda la mercancía.


“Un tintico para el sueño”
No hay mejor remedio para el sueño que un tinto, dicen los abuelos. Una oleada de energía retorna al cuerpo cuando la cafeína actúa en este y recargan las baterías para trabajar. Nadie mejor para ratificar este saber popular que quienes trabajan, bajo sol y sombra, en el mercado.

Lorena es una ‘tintera’ conocida en el sector. Tiene clientes fieles a determinadas horas del día. Ella sabe a qué lugar dirigirse dependiendo de las agujas del reloj.  Su labor es una de las más importantes de las que confluyen en esa plaza, es una especie de ‘polo a tierra’ para todos aquellos quienes, en determinado momento, se sienten vencidos por el sueño, que de vez en cuando hace de las suyas.


La vida, a pie
Don Gustavo conoce muy bien el significado de un tinto. Lo toma durante todo el día para permanecer dinámico mientras vende toallitas. Ya son 18 años con los ‘trapitos al hombro’, trabajo que le ha valido para que la comida “no se embolate”, como dice él mismo.

Recorre el lugar desde las dos y media de la madrugada proponiendo su mercancía y extiende su caminata hasta las seis de la tarde. “Ya no siento el dolor en los pies, sino el engaño”, admite con desenfado este hombre oriundo de Campamentos, Antioquia, al que los 43 años que lleva viviendo aquí lo hacen sentirse “más barranquillero que nunca”.  

 Para él, los cayos no son más que necedades, por eso se traslada a pie de su casa al mercado y viceversa. Vive en La Loma, pero resalta que jamás ha tenido inconvenientes con nadie porque ya lo conocen.


La ciudad descansa, ellos guerrean
En el mercado de Barranquilla, el tiempo no pasa. Las actividades que allí se realizan transcurren con tal normalidad como cuando despunta el sol y le avisa, a la mayoría de los habitantes que es hora de despertar.  La noche es testigo silente de la rutina infatigable. 

Monotonía de  tiempo completo, que crea en los trabajadores del sector la costumbre de sudar bajo las estrellas el sustento diario. Ellos están programados para ‘guerrear’ en su puesto las 24 horas del día, pues tienen un cómplice en sus exhaustivas labores: el tinto.

Mientras usted va y compra el periódico para actualizarse en cuestión de noticias, ellos llevan más de seis horas de pie, y aún les falta casi la mitad de su jornada para poder irse, por fin, a descansar.


Fotografías: Jorge Payares

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