domingo, 24 de febrero de 2013

Las manos que venden el Carnaval

Este artículo fue publicado el 06/02/13 en el diario El Heraldo
Las fotos son de Vanexa Romero y Jairo Rendón, grandes amigos
Un maniquí sin nombre, con una figura infantil, exhibe la moda más reciente de las negritas Puloy. Tiene un enterizo rojinegro, bañado de lunares blancos en los hombros y en la falda. La peluca negra de su cabeza está deshilachada, pero lo que importa es el atuendo.

Derecho, al fondo, se venden “ricas obleas”. Esto porque una caminata bajo el sol sin tregua de Barranquilla puede resultar insoportable sin algo que aliente el paso, como un guiño al paladar. En la tarde, con la brisa que amengua el bochorno casi permanente de La Arenosa, es un manjar delicioso.

Pero nada está dispuesto en la Feria Artesanal de la calle 72 al azar. Manos laboriosas dejaron cada cosa en su sitio porque así es como deben permanecer. El maniquí, las obleas, los palos de madera que levantan esa carpa que sobresale en la zona fueron ubicados por los artesanos que han convertido la intersección de la calle 72 con carrera 44 en un referente comercial.

Esa esquina del Romelio Martínez es una feria de gitanos que, como Melquíades, cada año renuevan lo último en ‘inventos’ carnavaleros que duermen protegidos por sacos y telares. Son 116 miembros los que conforman esa aldea que se reúne bajo el nombre de Asociación de Artesanos del Carnaval de Barranquilla, la misma que espera con ansias el primer trimestre del año -según lo indica el calendario- para vender y poner a gozar a propios y visitantes en honor a una fiesta que ha forjado, en gran medida, el sentir de esta ciudad jocosa.

Eredis Olascuaga tiene un apellido vasco y tres años alzando su puesto en la feria. Reinventa formas entre hilos, cintas y porcelanicrón. Su hermana la ayuda. El reto, cada Carnaval, es innovar. Repetir solo se vale de vez en cuando, pero en su oferta siempre se debe encontrar algo reciente.

Julieth Oliveros cuida por el puesto de antifaces de uno de los extremos del lugar. Su propuesta para los clientes consiste en acetatos decorados con escarcha que emulan figuras de mariposas multipuntas, arlequines, flores y personajes como Spider Man. Cuestan 5 mil pesos y se sostienen con un elástico. Las balacas, que también comercializa, son a 8 mil pesos, mientras que los collares cuestan 10 mil.

En esa feria todo sirve. Los palos de escoba con un clavo en su extremo, que se usan para bajar la mercancía que se exhibe en la parte superior, son un buen ejemplo de esto. Julieth usa uno para alcanzar los antifaces que se escapan a su estatura.

Hay sillas, hay puestos, hay números, hay mochilas. También hay sombreros. La 72 es un micromundo que gira en torno al Carnaval. La Feria Artesanal es un cosmos de posibilidades de colores que, pese a parecer rutinaria e igual, entretiene con los minúsculos detalles que diferencian los accesorios entre un puesto y otro.

Son nueve años de fundada los que tiene la Asociación y, según cifras entregadas por su presidente, Timoleón Monyota, las ventas en la temporada carnavalera se incrementan en un 300%. El derecho a levantar el puesto, incluyendo el espacio, una póliza que exige el Distrito, los baños ecológicos y la electricidad, sale por 155 mil pesos. “La mayoría de artesanos es de aquí de Barranquilla, pero aún hay como cinco fundadores de la Asociación que participan y son de Armenia. También hay tres ecuatorianos”, sostiene Montoya.

Ellos enhebran, cosen y pegan no solo sus mercancías, sino que van forjando, de a retazos, este Carnaval que es de todos. Sobre todo de ellos, cuya obra y gracia permite que los miles de cuerpos que lo disfrutan se engalanen con plumas, fulgor y escarcha. Con una ‘pinta’ bacana, digna del festejo.


En el centro. Una mancha multicolor se extiende en el puesto de Margarita González. El mismo puesto de hace 10 años, diagonal a las espaldas de la iglesia San Nicolás. Los trapos destellan como un arcoíris que esconde bocas, sombreros, marimondas y escudos del Junior.

Jairo Prado, el esposo de Margarita, la ayuda a vender la mercancía que ha comprado al por mayor y que espera vender, a más tardar, antes del Sábado de Carnaval. Desde el 6 de enero alzaron su espacio, que les lleva alrededor de media hora en levantarlo. “A la orden, mi reina”, le grita Jairo a una transeúnte. Llega alrededor de las 9 de la mañana y cierra entre 6 y 8 p.m., dependiendo del movimiento del día.

Unos pasos más adelante está Promociones 2000, una distribuidora mayorista que exhibe una reunión de 13 maniquíes en su terraza, siete de ellos vestidos de Carnaval. Hay corsés de cumbiambera y negrita Puloy; hay camisetas de colores y blusas ombligueras con diademas brillantes. Hay guayaberas multicolores. Por esta época, llegan a vender hasta mil camisetas en quince días, y cuestan entre 5 mil y 15 mil pesos. Uriel Duque, el propietario del negocio, sabe muy bien a quien confiarle la producción de su mercancía. Queda derecho de su local, al frente de la famosa marquetería de la Plaza de San Nicolás.
  

El principio. El pulpo tiene 10 brazos y cada uno es de un color diferente. Cada placa, impregnada de vinilo, se va superponiendo y se va formando, así, la figura del coreano más popular del momento: Psy, el del Gangnam Style, o bien, la de la recocha de la canción La llave, de Cortijo y su Combo.

Carlos Chaustre es uno de los estampadores que hacen girar esa estructura con nombre de molusco donde se graban las figuras de las camisetas. De las 24 horas de producción en las que trabaja Estampados y Camisetas, la empresa que las elabora, Chaustre, quien vino de Cúcuta, puede laborar hasta 16 seguidas. A veces, incluso, se dobla.

El calor del fuego que seca las prendas solo se aplaca con la brisa que hace por estos días en el corazón de Barranquilla, la misma que se cuela por las cúpulas de la reinaugurada iglesia y por las ventanas de la fábrica de camisetas. Carlos ya ha aprendido a soportarlo.

En el piso de abajo, Rosalba Pardo lleva seis años cumpliendo su rutina. Sus manos cuidadosas, extensión de su cuerpo negro y robusto, decoran las camisetas; las limpian, las empacan y las organizan. Con un artefacto parecido a una pistola, acribilla los residuos que se adhieren al producto en el proceso de fabricación y los deja listos para estrenar.

El círculo se repite, como un carrusel, infinitamente, en esta temporada. Uno que pinta, o bien, que crea, a base de hilo, madera, lentejuelas y porcelanicrón; alguien que limpia y empaca; otros más lo despachan y lo venden; puestos y vitrinas exhiben.

El Carnaval vive en cada mínimo accesorio, en cada minúscula estampa que recuerda que, aquí, lo que importa es el dicharachero entusiasmo con el que se goce, y eso, incluye el atuendo. Quienes aparecen en estas líneas, al lado de otro ejército de personajes, lo hacen posible.

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