martes, 18 de noviembre de 2014

Cucayo, un tributo a la cultura popular barranquiller

Hay que ir a comer a este templo barranquillero, el que reseñé para la revista Sí, de El Heraldo, hace un año. No hay presa mala, ni mucho menos rincón perdido. Todo es goce.

Uno no sabe qué mirar primero. Si la Barra Juniorista, a modo de la propia frutera, o el Expreso Cucayo, con torniquete a bordo. Los culpables del enredo visual: la ‘Liga gráfica’, un grupo de señores de varios municipios del Atlántico que se han dedicado toda su vida al arte popular que inunda las calles de Barranquilla de color, y que ahora están bajo las mismas coordenadas, debajo de un palo de almendra enorme, como mandado a poner en la terraza del lugar.

Ellos se encargaron de condensar los rasgos más autóctonos de Curramba en una explosión gastronómica vestida de fiesta eterna, o sea, el resumen de esta ciudad, festiva por excelencia.

Un servilletero muy picotero
Pero pongámosle orden al asunto. Para empezar, hay que hacer una lista de las cosas que hace años no se veían. Los chocoritos, esos juguetes minúsculos que se gastaban la infancia, ahora son los recipientes donde se sirven los aderezos. Un carroemula en cerámica y el edificio Miss Universo, partido en dos, como queriendo crear una versión de las Torres Gemelas barranquilleras, son el servilletero y salero/pimentero, respectivamente, y son creación de Luis Carlos Asís, artesano del taller Carnaval Tradicional. Estos infaltables de la mesa también tienen su versión picotera, un modelo a escala del Cucayo Estereo Láser, el nuevo lienzo de William Gutiérrez.

Este señor de 54 años, residente del barrio Santo Domingo de Guzmán, pintó en un par de días el lienzo tropical neón que invita al goce pleno, “el más pegao”: la rockola popular que le pone el sabor melódico a Cucayo. Los dibujos que más le solicitan son los que sirven para alcahuetear una verbena al amanecer, los que identifican a los picós más reconocidos de la ciudad con pinceladas fosforescentes.

Un giro de 90° alrededor de su máquina musical para darse de frente con mecedores tejidos y mesas que chillan un arcoíris costeño. Estas últimas, pintadas con aerógrafo, muestran los rostros de las glorias del deporte local hechas por El Zurdo. Cada vuelta multicolor de las cuerdas sintéticas que forran las sillas fue dada por Aquiles Escorcia, un personaje de esos que ya poco se encuentran en las calles, con carretes de plástico al hombro para reparar el gastado espaldar de la silla de visitas.

El único bus que no va en la hoja. Se entra sin pagar.
No hay un detalle suelto. Todo está fríamente calculado, como en el bus del fondo. Sí, un bus dentro de un restaurante, que ambientaron las curiosas manos de David Pinto, graduado en ningún lado de Estética Busetera, pero diestro en el arte de marcar ventanas, hacer mosaicos en los techos de los automotores y acomodar asientos y torniquete para recrear el propio bus barranquillero. Claro, sin excesos de velocidad y paradas a destiempo.

La próxima frenada es la KZ, un templo sagrado a los intérpretes ilustres de la banda sonora popular del Caribe, o, dicho uno a uno, el recinto donde aún viven Joe Arroyo, Esthercita Forero, Pacho Galán, la Niña Emilia, Rafael Orozco, y otros que aún nos acompañan, como Diomedes Díaz, Pedro Ramayá, Iván Villazón, Poncho Zuleta… sus rostros fueron trazados por Emiro Sarmiento, de Malambo, de 71 años, de sensibilidad en el pulso, de cuadros por encargo.

Emiro Sarmiento, el 'papá' de la K-Z
A Sarmiento, como le dicen, lo metió en el cuento Añepracso, u Óscar Peña (nótese el palíndromo de su nombre artístico), el más famoso rotulador de avisos de verbenas de la ciudad, el especialista en tipografía picotera, el que invita, cada semana, con su puño y letra, a los toques de las bestias musicales. “Como tengo la costumbre de firmar mis avisos, hasta me llaman preguntándome que a qué hora es la verbena”. Él también estampó mesas con su arte.

En el fondo de Cucayo, en este recinto que hace las veces de caldero multicolor con forma de restaurante, cuatro ojos enormes y amarillos miran sin parpadear. Las lámparas inertes del tigre y del torito anuncian que se ha llegado a la Casa del Carnaval, donde burro, puloy, monocuco y marimonda encabezan el despelote gastronómico. Porque solo después de apreciar totalmente este palacio currambero es que se puede sentar uno tranquilo a comerse una entrada de butifarra o de arepa e’ huevo. Pedir algo diferente a agua e’ panela o un jugo de corozo es casi una blasfemia en Cucayo. Aquí se viene a pedir algo de la casa, como una mojarra con arroz de coco, o un buen sancocho de mondongo.

Nancy Cabrera, una de las dueñas del restaurante, asegura que “sería un atrevimiento decir que yo hice el menú”. La carta fue hecha basada en la idiosincrasia y en las costumbres gastronómicas locales. “El chef principal es Barrranquilla”. Es un compendio de tradiciones culinarias que se nutre día a día.

Para que queden antojados...
Y es que en la gran oferta gastronómica local reciente, que ha tenido un boom desde hace unos cinco años, no se encontraba un sitio con las características de Cucayo, dicharachero y monocuco, directo al paladar.

Los encargados de transformar el lugar en el templo iconoclástico que salta a la vista fueron Johnny Insignares y Fernando Vengoechea, de Todo Mono. “Ellos son los genios detrás del concepto”, los encargados de hacer visibles esos personajes que todos vemos a través de su arte, pero que pocos conocemos.

Del Caribe aflora, tierra encantadora, con mar y río una gran sociedad…que se come, que se mira, que se escucha, que se siente y que, ahora, se acuna en un universo pequeñito dentro de ella misma, que le rinde homenaje para recordar lo grande que es, aunque se nos olvide.

Esto, como el cucayo, promete pegarse.











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