jueves, 20 de diciembre de 2012

Para el maestro que creyó...


Hace un mes que se fue y no lo hemos asimilado. Hace una falta tremenda. Lo extrañamos y no hay más que decir. 



Se despachó enseguida, sin saludar, como solía hacerlo siempre. “De los once párrafos que tiene tu nota de hoy, cuatro no dicen absolutamente nada. Es una oda ególatra al ‘yo’ poeta. Sí, escribes muy lindo, pero al lector hay que darle datos”. Debí callar. ¿Había algo que responder? Cuando me atreví a balbucear, a intentar darle la respuesta que tácitamente pedía, solo osé decirle: “Es que la reportería no salió. No encontré nada bueno”. Un segundo y otro más. “Andrea, nunca puedes fracasar como reportera. En eso no tenemos derecho a fallar”.

Desde ese día, salgo a trabajar con la plena seguridad de que las historias están debajo de las piedras. Solo la pereza nos impide levantarlas. Sacrificio y obstinación. Esa fue la fórmula que me dio en sus primeros correos electrónicos, cuando me explicó en qué consistiría mi labor en El Heraldo. “Si te superas, y no te quiebras, pronto entrarás acá, progresarás, tendrás bebés…”. Creo que ya los he tenido. Cada nota, cada artículo, cada crónica, es un hijo que aprendo a concebir en medio de una lucha en la que —en palabras de él— no puedo claudicar: en aquella por no dejar de ser originales.
No vi a Ernesto McCausland durante más de dos meses. Llegué al periódico en los pasados carnavales y, al poco tiempo, él tuvo que irse porque tenía otra batalla que demandaba su tenacidad. Durante ese período de ausencia física siguió siendo el capitán de nuestro barco. Desde su teléfono, desde el iPad, comandaba a la tripulación de El Heraldo a larga distancia. Nos leía, nos corregía, nos aplaudía. Nunca dejamos de ser ‘nosotros’. Nunca dejó de estar cerca.
Me tocó su muerte por acá, en Bogotá, lejos y con frío. Una llamada a las 5:36 de la mañana, mientras sueñas que duermes en casa, no debía avisarme nada bueno. Hoy sigo acá, con el mismo frío, pero con un dolor con el que no llegué. Extraño estar en Barranquilla para sentir que estoy un poco más cerca de él para agradecerle por ese voto de confianza que me dio, a los 21 años, sin un cartón de periodista, pero con una crónica bajo el brazo: mi boleto de entrada a El Heraldo.
Fernando Araújo me mandó a escribir esto sin llorar. Esa es una razón más para no hacer caso. Cada dos palabras, se me vienen a la mente los delineados gestos de McCausland, sus pasos largos, su particular manera de pedirte una nota en la que todas tus energías se iban buscando algo innovador porque “lo pidió Ernesto…”.
Hoy les presto estas letras a mis compañeros de El Espectador, arropada con el sinsabor de no estar allá, para rendirle un homenaje al cronista que no solo brilló para sí, sino que prestó su luz para iluminar el camino de otros, como yo.
Gracias, Ernesto, por darle vida a un verbo que ya escasea: creer.