lunes, 23 de enero de 2012

El Prado, reservado para mí

No podía dejar de compartir con ustedes mi primera crónica publicada en el diario El Heraldo, en el suplemento Latitud el 22 de enero 2012. Las fotografías son de Rafael Pabón.

Detalle en perspectiva desde el 'lobby' del inmueble consentido del patrimonio arquitectónico local,
símbolo de la hotelería tradicional de Barranquilla





La entrada

Desde el aire parece una fortaleza feudal, un castillo medieval cercado por un borde reverdecido de copas de árboles, dispuestas como séquito de vigilancia que pernocta en la palpitante intersección de la calle 70 con carrera 54, justo en el corazón del más emblemático de los barrios de la ciudad. Las tejas del rojo ladrillo que separan el cielo del cemento de la edificación surcan los metros cuadrados que acunan las 200 habitaciones  dispuestas para acoger a todos los que se animen a dejarse embrujar por el encanto legendario del hotel insignia de Barranquilla.

La primera vez que visité el Hotel El Prado me pareció el lugar más asombroso del mundo, al menos, que estuviera a mi alcance. Sus paredes bañadas con la tradicional capa de color crema que invitaba a la más elevada sofisticación, sus ventanas coronadas con la carpa azul rey que parecían haber permanecido ahí desde los inicios del mundo, lo hacían parecer un monumento de forma pentagonal que se erigía solariego e imperioso en el barrio de los amores de la naciente ´Puerta de Oro’.  

Esta foto hace parte del dossier del hotel. Cortesía Hotel El Prado.
El pretensioso vestíbulo adoquinado con molduras de figuras neoclásicas se asoma como un tragaluz de tiempo completo. La estructura ha sido el anfitrión por excelencia de todo aquel que arriba a El Prado. En sus inicios era igual a esa especie de carpa azul que recubre las ventanas acrisoladas que se muestran en la fachada del inmueble consentido del patrimonio arquitectónico local. Con el tiempo evolucionó a la imponente mezcla de concreto de la que pende una araña tan antigua como el hotel, cubierta de una capa de laca tan negra como el ébano, tan rústica como las cadenas que la sostienen.

Su entrada imponente me hacía recordar los lobbies que había visto en televisión, en las películas americanas, esas que trataba de emular desde mi casa de 30 metros cuadrados en el suroriente de la ciudad. Era un vestíbulo ideal e idealizado, y me sentí como Macaulay Culkin en la antecámara del hotel  Waldorf Astoria, donde roería sus planes para no aburrirse en sus solitarias vacaciones en New York.


El lobby
Rafael Escalante ha hecho suyo el escalón que separa el jardín frontal del zaguán del hotel. Lleva 35 años trabajando como botones y no hay mejor anfitrión que él. Sus ojos verdes refulgen en su rostro hendido en años, enmarcados por unas cejas atravesadas por dos líneas blancas paralelas, teñidas del blanco típico de las canas -rezagos del tiempo- que interrumpen el negro original que las coloreaba. De caminar resuelto y afabilidad toda, se apresura a recibir a quien llegue a parar a la cúpula de bordes rectos y faroles taciturnos de épocas lejanas.

Llegué en un taxi, con mi mamá. La pizzería del hotel me esperaba con la ilusión del olor de los ingredientes que me guiarían como perro manso a su dueño ciego. Entonces me detuve. Las molduras de blanco ceniciento que se esparcen por el lugar se me antojaron fichas de colección. Avanzaba por el piso ajedrezado que como lienzo donde mis zapatillas de niña se deslizarían, terminaría por trazar un recorrido memorable, de esos de siempre recordar.

Lo primero de lo que uno se percata al pisar el lobby de la esta Joya Arquitectónica del Caribe es del inmenso árbol de Navidad que descansa en medio de los  juegos de sala que reposan allí. El primero fue traído desde Miami y se adosa con una fúlgida malla roja que lo envuelve y unos cuantos adornos que suman casi las dos décadas de existencia.  También es evidente el sello perentorio de la mueblería de Oriente, vestigio de los años en los que el hotel estuvo a cargo de los Nasser- Arana, expropiados de su posesión por los vínculos con el narcotráfico. Un sencillo centro de mesa navideño rompe la armonía de los textiles que forran la silletería importada. Un jarrón lleno hasta la mitad con bolas de acrílico moradas y plateadas. Giro la cabeza 90° porque sé que alguien me está mirando. Don Freddy Nieto, botones desde hace 26 años, me saluda con las pupilas entornadas en sus ojos repletos de sinceridad.

Sentí que me había descubierto, sin embargo, parece que a nadie le importó que yo estuviera ahí en ese preciso momento. Reparé con detalle las pinturas del maestro Loaiza, estampadas en la pared entre un ventanal y otro. Examiné los maleteros y el terciopelo rojo de las escaleras. Quise desfilar por ellas como la niña soñadora que quiere sentirse la reina del mundo, pero el sonido de un aparato en particular me sacó de mi ensimismamiento. El color marrón del teléfono que no paraba de sonar, similar al de una espesa malteada de chocolate, me recordó que tenía hambre.

“Botones, muy buenas tardes, habla Freddy…”. Esperé a que colgara para preguntar por lo que fui a buscar. Mientras, me fijé en el cuadro de eventos del día, que solo contenía una actividad empresarial de una reconocida agencia de viajes, justo en el último eslabón del tablero. Colgó. Entonces Freddy, de aspecto más sereno que Rafael, me hizo un breve resumen del maremágnum de personajes que ha desfilado por el primer hotel turístico de Latinoamérica, tan variopinto como numeroso.  Reinas, cantantes, políticos, hasta miembros de la realeza mundial; todos han coincidido en los predios del hotel de los amores de Barranquilla.

Pero Freddy interrumpe su relato y con un entendible lenguaje de señas me invita a seguir los pasos de su compañero.



El ascensor
En ese instante todo podía esperar. Un estómago ansioso por un banquete de placeres gastronómicos o una historia al mejor estilo de Sherezade. Lo que mis ojos habían enfocado era lo más parecido a una imagen que había guardado mi memoria como postal desde que vi ‘Titanic’ y me enamoré. El ascensor más antiguo de la ciudad vive en las entrañas de El Prado. Es un Otis de los años 30. Funcionaba de manera manual y parecía de otro mundo. Era la sensación del hotel.
Jugando con el Otis

Me escabullí entre las piernas de los que subían en ese cubículo enlosado de madera de la más fina calidad. Un espejo se estrellaba de frente con todos. Me emocioné porque pensé que los remaches y el mango que lo comandaba eran de oro. Se cerró la reja enrevesada negra y llegué al tercer piso. Una fila india de puertas pintadas de blanco incólume se alzó como un laberinto colonial que espera ser recorrido. 


Las habitaciones
“¿Cuántas habitaciones hay ocupadas en este momento?”, pregunto sin vacilar. Me responde que “por ahí unas 30”. Antes, siempre había en promedio 60 suites llenas al día. La última vez que hubo una gran oleada de huéspedes fue para la más reciente fecha de las eliminatorias al Mundial de Brasil. De resto, el hotel solo fluctúa poco menos de la mitad de los clientes de antes. Las suites, ya sean sencillas o especiales, cabañas, dobles y hasta presidenciales, se quedan esperando, en su mayoría, con la cama tendida y las demás atenciones que siempre están prestas para consentir a los invitados y hacerlos sentir como en casa.

Entre tapices rosáceos desteñidos, verdes lima y el tradicional color crema -como quien emula un pudín gigante-, habitan camas vestidas de cubrelechos y sábanas almidonadas de comodidad. Amplias cortinas de seda como velo de virgen esconden los resquicios por donde se cuela el sol caribeño que le coquetea al mar y al río.

Era inevitable no colarme por una de esas puertas, si la cosa dependía de mis instintos. Pero como entre ellas y yo había un cerrojo de por medio, me quedé con las ganas. No contaba ni con los $5 pesos de antes –tarifa inicial de alojamiento- ni con los $175.000 de estas fechas para hospedarme. Así que debí bajar a la primera planta.

Al descender al primer piso por el ala derecha del hotel se encuentra la torre más reciente de su construcción. Tiene 9 pisos y 82 habitaciones y está toda enchapada de mármol. Poco se usa, solo en temporadas altas. En su interior resguarda la que fuera la pista de baile más grande de Barranquilla. Es el único recuerdo tangible que queda de un nefasto hecho que se remonta casi 20 años atrás, cuando el hotel estaba en remodelación para crear más pisos y aumentar el número de dormitorios.

Corría el mes de noviembre. Era la temporada de lluvias.  Los cimientos colocados para levantar los nuevos niveles no resistieron el embate de la lluvia y se vinieron abajo, dejando 22 personas muertas, en su mayoría trabajadores de la construcción. Entre ellos estaba el ingeniero, quien ya estaba montado en su carro dispuesto a marcharse, cuando recordó que no había firmado la nómina y se devolvió. Regresó para morir.


La piscina
Al volver al primer piso de esa suntuosa edificación, con nombre de campiña y arquitectura colosal, me encontré de frente con la primera piscina que hubo en el país.  Aquella obra de forma rectangular, de aspecto diáfano y azul encendido, fue la pionera de la natación olímpica en la metrópoli más septentrional de Colombia.

Lucía apenas perfecta rodeada del pequeño jardín de las delicias que la acogía en su seno. El pivijai era el dueño y señor de ese rincón. Tanto, que fue el responsable del nacimiento de un snack-bar bautizado con el nombre del árbol que regalaba fresca sombra a los bañistas. Un oasis veraniego en medio del clasicismo esbelto de El Prado.

Un montón de sillas playeras reclinables bordeaban la piscina que me sedujo. El bar que reemplazó al vetusto árbol insignia del hotel lucía esplendoroso. Un elegante kiosco ejercía como centro de gravedad de los huéspedes que optaban por deleitarse con una relajante jornada de agua y sol.

Aquí dan ganas de tomarse una limonada bien fría
En los lindes de ese paraíso caribeño a escala se levantaron otro par de espacios de antología. Uno de ellos es el bar La Terraza, que todavía funciona y extasía a los comensales con lo más selecto y exquisito de la gastronomía local e internacional. El otro gran protagonista inmortal de la historia es el viejo Patio Andaluz, recinto que debe su magia al genio creador del primer gerente del hotel, Don Juan Obregón, quien quiso evocar lo mejor de las noches españolas en la más simbólica estancia barranquillera. Nació entonces el grill más famoso de la ciudad, lugar donde por primera vez se sirvió un trago de cuba libre en estas tierras. Sucedió en el Bar Bambuco, anexo al Patio Andaluz, sitio donde recalaban las parejas antes de entrar a disfrutar de una velada romántica en este. El trago, preparado exclusivamente con Ron Bacardí y Coca Cola, fue una especialidad que popularizó Bertha Durán, de origen cubano y  esposa del gerente Alfredo Dávila.


Lo demás
¿Sería conveniente detener mi travesía por el perímetro más pomposo que había descubierto hasta ahora? El olor a pizza volvía a coquetearme, al fin y al cabo, a eso había ido: a un cumpleaños con masa, queso y jamón. Pero todavía faltaba un cuartito más por visitar.

La Galería Comercial cerró hace casi cuatro años, desde que la nueva administración lleva las riendas. Los locales que quedaban en su interior, como el spa, la peluquería y el almacén de artesanías también cerraron; las nuevas tarifas de alquiler impuestas por el Estado eran insostenibles. Y así también se acabó la ‘popular y permanente’ venta de hielo, que pasó al olvido porque las cuatro máquinas productoras están dañadas hace un lustro. Nadie ha sido capaz de repararlas.

La fiesta infantil que esperaba por mí me quedó pequeña. El jardín que se extendía a lo largo y ancho de la edificación resultó ser el mejor campo de juego. Las palmeras adultas que se alzaban ante mis ojos y me hacían sentir como Alicia en su país de maravillas parecían tragarse el encanto de la decoración de El Jorobado de Notre Dame y los globos verdes y púrpuras que cercaban el área de juegos infantiles.

Don Juan Obregón, amante de la ecología y el medio ambiente, pero sobretodo, del hotel por el que trabajó, sembró personalmente muchas de las palmeras, bongas, pivijayes, ceibas, bongas y acacias que lo rodean. Fueron sus laboriosas manos las que dieron vida a ese templo lleno de verdor que rememora el punto más álgido de una primavera amazónica.
Esta fotografía la encontré en internet y me pareció pertinente. No doy crédito porque no aparece :/





A manera de sótano
Mirar los rincones de El Prado es como apreciar una foto en contraluz. Es reverberar las siluetas de lo que se sabe que existe pero cuya realidad está dibujada a punta de sombras. Hablar de El Prado es conjugar verbos en pretérito. Rememorar los años dorados del gran gamonal de los hoteles costeños mientras se añoran con nostalgia los fragmentos de historias que se quedaron atrapadas entre su mítico color crema y sus palmeras ensoñadoras. Oír su nombre es saber, a fuerza, que aunque sea sinónimo de un fértil césped,  de una deliciosa y perenne hierba, sus días se han vuelto estériles e infecundos.

Las baldosas monocromas de 20 x 20 me condujeron por los pasillos señoriales por donde deambularon, e incluso, levitaron infinidad de anónimos y celebridades, gente con renombre y sin él que pisaron esta tierra firme y remota, con maletas e historias que se anidaron a las paredes con marcado acento español para tejer las memorias de una leyenda que late arrítmica desde hace ocho décadas, cuyo eco lejano apaga los sincrónicos movimientos diastólicos y sistólicos de su palpitante corazón.

La oscuridad que engulle al primer hotel turístico de Latinoamérica es un fenómeno hiperbólico natural, espejo de lo que ocurre en su interior. Andar bajo el farol nocturno del cielo barranquillero en los alrededores de aquella magna construcción es comprender que El Prado titila intermitente rodeado de zozobra y resignación. La degradación de lo que en otrora fuera el génesis de sus años mozos, hoy desafía su existencia. Su arquitectura majestuosa, remachada de altivez, sucumbe a los campanazos de alerta que amenazan la longevidad de este emblemático símbolo de piedra y cemento, que se consuela con un presente moribundo que mira con lástima el pasado, que no le alcanza para esbozar un futuro.             


BonusTrack: Si están fuera de Barranquilla y quieren venir a visitar ¡deben alojarse aquí! Nos estamos moviendo para que sea lo que antes fue, miren ustedes mismos http://www.elheraldo.co/revive-el-prado
Aquí tienen más información http://www.hotelelpradosa.com/

5 comentarios:

Unknown dijo...

Las fotos son de tu amigo, y el articulo es tuyo??? La verdad es que el sitio es precioso!! Cuanto lujo y cuanta historia entre esas paredes!!! Hoy he aprendido un monton de cosas contigo eh! Un besote guapa!

Antony Sampayo dijo...

Me has hecho caminar a través de la historia,de nuestra historia barranquillera, la de un monumento, amiga; te felicito por tamaña crónica.

Besos.

Andrea Jiménez Jiménez dijo...

Un abrazo gigantesco para este par de lectores fieles, a los que a veces, ingratamente, dejo de leer (culpen al tiempo) pero a quienes siempre recuerdo. Ustedes, Marta y Antony, son INDELEBLES!!

la significance dijo...

fue perfecto hasta donde la esencia permitio hasta donde la memoria recordara

Mario dijo...

La verdad que seria un lujo poder estar en un lugar como ese y por eso seria buenísimo disfrutar de unas vacaciones allí. Cuando me quiero tomar unos días suelo averiguar por ofertas de hoteles en argentina para gastar lo menos posible