viernes, 3 de junio de 2011

¿Quién carga con ese muerto?

El destino que se traza al caducar la vida es un capricho circunstancial, sin embargo, ¿qué hay de aquellos que sucumben en soledad? ¿A dónde van a parar los NN?

Ante aquel contraste de vida y misterio,
de luz y tinieblas, yo pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!


Fotografía: JORGE PAYARES
Estos versos de Gustavo Adolfo Bécquer no pueden ser más ciertos. Al menos, se hacen  crudamente reales en el tramo más alejado del cementerio católico Calancala, donde se encuentra el 'terreno de solemnidad' dispuesto para que sea la última morada de los cadáveres no identificados de esta ciudad.
Un terreno amplio, abarrotado de cruces artesanales que se alzan como placas que rezan el número que ahora los bautiza, alberga los cuerpos que nadie reclamó.
Otros, en cambio, no se quedan solos por completo. Aunque escapan de la fosa individual, van a parar a frías camillas de anfiteatros universitarios donde una tertulia de muchachos ensaya sus conocimientos de anatomía mientras hablan del último chisme de pasillo, y pasan por alto el hecho de permanecer por horas frente a un cuerpo sin vida, al que tal parece, nadie echó de menos.


Ningún Nombre, Ningún Norte
La frivolidad de la muerte arrastra consigo un dejo ineludible de soledad y frialdad. No sólo son privados del nombre con que nacieron, también fueron condenados al abandono por parte de sus familiares, cuya ausencia los arroja a una serie de procedimientos indispensables para ser un auténtico muerto con ‘todas las de la ley’.
El primer paso que cumple un cuerpo cuando llega a las instalaciones del Instituto de Medicina Legal es la necropsia, una examinación post-mortem que permite establecer las causas de la muerte. Una vez conocida dicha causa, se procede a elaborar un cruce de desaparecidos mediante el Sistema de Información Red de Desaparecidos y Cadáveres, SIRDEC, además de divulgar a través de los medios de comunicación las características del difunto, con el fin de que sea reconocido por sus allegados.
En caso de que nadie se presente a reclamar el cuerpo, se procede a establecer la identidad del finado mediante necrodactilia –el más común; carta dental si se cuenta con historia clínica- y en el más extremo de los casos, identificación por genética.
Sin embargo, los métodos de identificación juegan con un enemigo en contra: el tiempo. Pueden llegar a pasar hasta dos años para que se ofrezca una respuesta con la identidad del cadáver.
Es en ese momento donde el rótulo de N.N. comienza a rondar.


Ningún Nombre, Nuevo Nombre
Cuando el muerto carece de parentela que se haga cargo de él puede contar con dos destinos posibles. El primero es el entierro en una de las fosas individuales disponibles en el Calancala. El otro es ir a parar a las facultades de medicina de la ciudad, quienes deben solicitar la asignación del cadáver a Medicina Legal. En este último caso, el cadáver debe cumplir con los requerimientos necesarios para ser susceptible a estudios.
Pese a esto, la antesala de ambas circunstancias es la misma. Un cuarto frío, con ‘camas’ embalsamadas de formol recibe a los muertos hasta que tal vez, alguien llegue a recogerlos, o bien, hasta que el azar decida que la capacidad llegó a su límite y deba darse cabida a otros, que quizás, terminen en las mismas.
Si ninguna universidad ha interpuesto una petición transcurrido el tiempo de la estadía de los no identificados en el interior de la habitación más lúgubre de Barranquilla, estos deben cumplir con una cita ineludible: la hora de que los difuntos tengan nombre y apellido homónimos, un par de letras ‘N’.


Descanse en paz
Fotografía: RAFAEL POLO
Cuando llega la paletera del CTI el día designado para transportar a los NN a lo que será su próximo hogar, un asistente forense se embarca en ella para legalizar la inhumación en las instalaciones del cementerio, que no cobra nada por el servicio.
Allí los esperan los huecos excavados que los albergarán, acompañados de unas cruces blancas de madera que simbolizan la sobriedad del rito mortuorio. El acto más humano que obtienen es una misa comunitaria, donde el padre menciona, como súplica especial, que las almas de aquellos fieles desafortunados descansen en paz.
Para ese entonces, muchos son llamados con una serie de letras y números, semejante a una sigla, que dejan leer la casual posición en que fueron dispuestos.
Comienza así una estancia indefinida, hasta que dichas tumbas lleguen al tope y se desentierren los cadáveres más antiguos para darle cabida a otros ‘colegas’. De ahí, los exhumados son reubicados en nichos localizados en un cuarto de custodia, reservado para ellos hasta que, una vez más, sean los números los que decidan el futuro de aquellos que nadie llora.
Y así, el ciclo se repite en círculos concéntricos infinitamente. Muertos van y muertos vienen. Solos, inertes e incluso indefensos.  No se ganaron el derecho al cajón y las lápidas, mucho menos el de las flores ornamentales que, en medio de la frialdad de la muerte, sobresale como muestra de afecto recurrente de aquellos que dejaron.
Son los otros. Los N.N.. Los que sucumben al olvido  y la soledad. Los que escapan a los pésames de rutina. Los que parten del mundo con la paz a cuestas: sin gritos, sin dolor, sin lágrimas.

El destino de los muertos es el mismo. El de sus restos, depende de la suerte con la que corran. Tal vez esa misma suerte que haga que en un par de años, luego de su identificación, algún alma se acuerde de ellos.