Este artículo fue publicado en el diario Qhubo de Barranquilla el 22/06/11
Las fotos son de Jorge Payares Nieto |
Mientras usted se prepara para
irse a la cama, ellos están terminando de alistarse para salir a trabajar. Unos
llegan a las 6 de la tarde, otros a las 2 de la mañana. Tienen horarios tan
disímiles como sus vidas, y un factor común que los une: su trabajo. Ellos son los
protagonistas de un sitio emblemático de la ciudad, los que laboran en la plaza
de alimentos más popular de Barranquilla. Los que viven en una dimensión
paralela mientras la ciudad duerme.
Sin parar…
La imagen más nítida del
mercado es la comunión de gentes, que entre bultos y carretillas, tintos y
verduras, trabajan incansablemente, de sol a sol, para cumplir con el encargo
divino del trabajo, esa bendición que se traduce para ellos en una frenética
jornada.
Son 24 horas de trabajo sin
parar. No hace falta adentrarse mucho al corazón del lugar para saber que allí
el tiempo no se detiene. La actividad del expendio más grande frutas y verduras
es maratónica. Es, al igual que los hospitales y clínicas de la ciudad, uno de
los pocos lugares donde las labores no dan tregua. Sol y luna dan lo mismo,
bajo la luz de ambos astros se ‘camella’ por igual.
En la madrugada no hay tiempo
para el descanso y la diversión, escasamente para un tinto que mantenga las
energías y recuerde que los párpados no
pueden caer.
De mayoristas y coteros
Don Fernando llega a las 10 de
la noche y se instala en una silla de madera donde recibe a sus clientes y
despacha la mercancía que encargó a traer desde el interior del país. Con
calculadora en mano, saca cuentas del precio de la zanahoria, la papa y la
cebolla blanca.
Se mantiene sentado en su
sitio hasta las nueve de la mañana, hora en la que ya ha terminado de venderle
la mercancía a los tenderos y dueños de casinos y restaurantes.
Luego de esto,
comienza a organizar los pagos y cobros hasta las dos de la tarde,
aproximadamente. Permanece 16 horas en su trabajo y le restan ocho para dormir,
descansar, comer. El martes es su día de descanso, en el que finalmente podrá
acostarse a las horas en las que usualmente cumple con su rol de mayorista.
La mano derecha de don
Fernando son los ‘coteros’, los encargados de bajar y cargar los bultos de
alimentos para su comercialización. La mayoría de ellos llega entre las seis de
la tarde y las siete de la noche, y reciben un sueldo diario que oscila entre
los 25.000 y 30.000 pesos.
Carlos Coronado descarga
tractomulas. Su piel resistente, casi inmune al volumen de los bultos, es el
resultado de un ejercicio que realiza desde hace 27 años. Desde las seis de la tarde
está en el mercado echándose sacos al hombro bajo el resplandor de las
estrellas, que como faroles encendidos, trazan una línea imaginaria en su vida,
pues son el anuncio innegable de que ha llegado la hora de trabajar.
Los carretilleros son los
otros responsables del transporte de mercancías. Su instrumento es una
improvisada caja de madera con ruedas zambilocas que no logran sincronizarse en
ninguna dirección. Sus piernas son el motor del vehículo y las que lo conducen a
donde mande el cliente. Su vigor es la materia prima de su trabajo, que a son
de empujar carretilla, marca el ritmo del dinero que puedan conseguir para su
sustento.
Entre penumbra y verduras
Una bombilla a medio encender
cuelga del puesto de verduras del tío de Osvaldo. Este último es quien lo ayuda
a organizar ese rincón del mercado público. Se despierta a la una y media de la
madrugada para alcanzar a tiempo un taxi colectivo que lo transporte hasta
allá. Permanece en el negocio hasta el mediodía, luego duerme hasta las tres de
la tarde y vuelve al ruedo: saca una moto de su propiedad y trabaja como
mototaxi hasta las ocho de la noche.
Todo lo hace por sus hijos,
que son cinco, y a los que quiere darles lo mejor. Su desgastante rutina es el
único seguro que tiene para asegurarles un futuro. Ante esta realidad, separar
y ordenar los tomates y el cebollín bajo la incipiente luz se vuelve una labor
más llevadera. Sus hijos lo hacen reinventar sus posibilidades para soñar con
destino mejor para ellos.
Entre verduras también se
desenvuelve la vida de Edwin Herrera, un vendedor de legumbres y hortalizas al
detal. Acostumbrado a madrugar, los 22
años que tiene con su puesto le han enseñado a no preocuparse por respetar
festivos o fechas especiales ni por desayunar a las 11 de la mañana.
Cuenta con dos ayudantes que
lo apoyan a pesar los productos y despacharlos, y como tiene espíritu de
comerciante, tiene arrendado un local de billares que le sirve como otra
entrada para mantener a su familia. Todos los días viaja en colectivo desde el
barrio Santa María, donde vive, y le tranquiliza
saber que afortunadamente, siempre logra vender toda la mercancía.
“Un tintico para el sueño”
No hay mejor remedio para el
sueño que un tinto, dicen los abuelos. Una oleada de energía retorna al cuerpo
cuando la cafeína actúa en este y recargan las baterías para trabajar. Nadie
mejor para ratificar este saber popular que quienes
trabajan, bajo sol y sombra, en el mercado.
Lorena es una ‘tintera’
conocida en el sector. Tiene clientes fieles a determinadas horas del día. Ella
sabe a qué lugar dirigirse dependiendo de las agujas del reloj. Su labor es una de las más importantes de las
que confluyen en esa plaza, es una especie de ‘polo a tierra’ para todos
aquellos quienes, en determinado momento, se sienten vencidos por el sueño, que
de vez en cuando hace de las suyas.
La vida, a pie
Don Gustavo conoce muy bien el
significado de un tinto. Lo toma durante todo el día para permanecer dinámico
mientras vende toallitas. Ya son 18 años con los ‘trapitos al hombro’, trabajo
que le ha valido para que la comida “no se embolate”, como dice él mismo.
Recorre el lugar desde las dos y media de la madrugada proponiendo su mercancía
y extiende su caminata hasta las seis de la tarde. “Ya no siento el dolor en
los pies, sino el engaño”, admite con desenfado este hombre oriundo de
Campamentos, Antioquia, al que los 43 años que lleva viviendo aquí lo hacen
sentirse “más barranquillero que nunca”.
Para él, los callos no son más
que necedades, por eso se traslada a pie de su casa al mercado y viceversa.
Vive en La Loma, pero resalta que jamás ha tenido inconvenientes con nadie
porque ya lo conocen.
La ciudad descansa, ellos guerrean
En el mercado de Barranquilla,
el tiempo no pasa. Las actividades que allí se realizan transcurren con tal
normalidad como cuando despunta el sol y le avisa, a la mayoría de los
habitantes que es hora de despertar. La noche
es testigo silente de la rutina infatigable. Monotonía de tiempo completo, que crea en los trabajadores
del sector la costumbre de sudar bajo las estrellas el sustento diario. Ellos
están programados para ‘guerrear’ en su puesto las 24 horas del día, pues
tienen un cómplice en sus exhaustivas labores: el tinto.
Mientras usted va y compra el
periódico para actualizarse en cuestión de noticias, ellos llevan más de seis
horas de pie, y aún les falta casi la mitad de su jornada para poder irse, por
fin, a descansar.
2 comentarios:
Tu blog me parece muy interesante y muy bien escrito,creo que cuando escribiste "cayo",querías decir "callo". http://www.practicaespanol.com/es/recordamos-apuntes-ortografia-callo-callo-cayo-cayo/art/3448/
Tienes razón. Muchas gracias. Corregido!
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