Este artículo fue publicado el 23/05/2013 en el diario El Heraldo
¡Ay, Mingo!, te fuiste sin que nos diéramos cuenta. Sin mucha bulla y carcajadas. Sin que supiéramos bien, ni tú ni tu familia, el porqué de tu baja exagerada de peso. El implante dental que tuviste que adoptar para no perder la sonrisa amplia que nos regalaste a todos te causó una infección, pero no era esa la razón de tu inapetencia, de tus ganas recortadas de comerte un buen plato costeño, que te alimentara las ganas de seguir echando cuentos. La depresión de no tener dientes, que te impedía ‘pelar la chapa’ como estabas acostumbrado a hacerlo, disfrazó lo que en verdad te devoraba por dentro.
¡Ay, Mingo!, te fuiste sin que nos diéramos cuenta. Sin mucha bulla y carcajadas. Sin que supiéramos bien, ni tú ni tu familia, el porqué de tu baja exagerada de peso. El implante dental que tuviste que adoptar para no perder la sonrisa amplia que nos regalaste a todos te causó una infección, pero no era esa la razón de tu inapetencia, de tus ganas recortadas de comerte un buen plato costeño, que te alimentara las ganas de seguir echando cuentos. La depresión de no tener dientes, que te impedía ‘pelar la chapa’ como estabas acostumbrado a hacerlo, disfrazó lo que en verdad te devoraba por dentro.
El hierro, entonces, fue insuficiente, y el resultado de la patología solo les dijo a los médicos hasta hace dos días que un tumor maligno se había alojado en tu colon. Tu hija Kathy, una de los seis que concebiste al lado de Cila Olivares, con quien cumplirías 50 años de casado el próximo agosto, recuerda lo débil que estabas el pasado domingo, cuando tuvieron que llamar a AMI urgentemente porque tu desgano era ya preocupante. Una baja de potasio te recluyó, en tus últimos días, en la Clínica La Asunción.
Enamorado y caballero, tuviste 18 hijos producto de tus amoríos. Bien vestido siempre estabas, elegante a tu modo, como dice Rafael Páez, quien fuera tu director por una década en Cheverísimo, el programa que, con tu presencia, llegó a ostentar el más alto rating de sintonía que haya tenido Telecaribe. “A pesar de haber llegado con un nombre, de haber llegado un tipo con 20 años de experiencia en el humor, era un hombre muy llevadero”, rememora Páez. Entendía, repetía, daba paso a los otros. “No porque fuera el de mayor experiencia era el de la última palabra”. Mingo, también fuiste maestro, y los buenos maestros saben reconocer el talento de sus alumnos.
Tú, el hechicero del humor radial, el pionero de esta tendencia, el arquitecto de sonrisas que se hicieron sintonía en estaciones como Emisora Atlántico y Radio Libertad. Tu salud venía mermando desde el 2009, cuando una arritmia cardíaca nos dio el primer susto.
Tu sonido particular, tu dicharachera manera de lograr audiencia, te hicieron “el propio barranquillero autóctono, aquel man alegre, maestro del humor”, en palabras de Rony Laitano, el popular Care’perro, uno de tus compañeros de set y de carcajadas. Él, como Rafa Páez, como todos los que te conocieron de verdad, saben que te llevaste a la tumba un sueño frustrado: liderar la fiesta del paroxismo currambero, la de los cuatro días que te agitaban el corazón. “Rony, lo que menos me ha gustado es que no me han puesto Rey Momo del Carnaval”, le confesabas a viva voz, cada vez que podías.
Hijo de la Barranquillita que duerme sobre el Caño de la Auyama, nunca te quitaste el sombrero de caballero. “Él echaba sus cuentos costeños con doble sentido sin necesidad de ser un guache”, apunta Claudia Sánchez, otra de sus compañeras de sus años ‘cheverísimos’. Álvaro Ariza, otro integrante del grupo, se sabe de memoria el lugar en el que residió tu éxito. “Lo que caracterizó a Mingo como humorista fue la sobriedad. No era un tipo obsceno, ni vulgar. Manejaba el doble sentido con mucha altura. Era un humorista costeño, pero el costeño bien hablado, el costeño que se expresaba bien. Fue un verdadero caballero de la tarima”.
Y entre las muchas facetas que dominaste, como esa, la del ‘cura cheverísimo’, el amo y señor de las letanías en Carnaval, tú, Manuel Domingo Martínez Morillo, te acordaste de lo intelectual. EL HERALDO de cada día, que no dejabas de leer, te entretenía con el crucigrama, el que jamás te dejaste quitar cuando ibas, cada sábado, a grabar. “Cuidado el crucigrama”, advertías. Eras el dueño y señor de la página, como de esa corona que no portaste, pero que por siempre has de llevar.
Con el actor de televisión Bruno Díaz |
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