Este es un relato sobre nombres. Una alegoría a las coincidencias o a las intenciones nominales que se esconden tras cada uno de los personajes.
La conexión entre ellos no se hace evidente hasta cuando decidimos envolverlos, a todos, en la contingencia de un hombre –y un nombre– de relevancia toda para la literatura nacional e hispanoamericana: Jorge Ricardo Isaacs Ferrer.
Su rostro, familiar para nosotros hace algunos años, desde que se incluyera en la emisión de moneda legal de denominación 50 mil pesos, es más que esa silueta purpúrea que representa poder adquisitivo. Ese rostro, el que se asocia con María, su obra máxima, no es susceptible de ser olvidado.
María, la de la divina dulzura. Aunque juguetee de vez en cuando y haga bromas con gran sentido del humor, el dulce aire de María Inés López es imposible de ocultar. Las líneas de los clásicos literarios que conoce a la perfección las ha traducido casi en su código genético, lo que le ha regalado una sapiencia envuelta en ternura a la justa medida de su labor como educadora.
Se llama María, como la gran obra del escritor caleño, que lo ubicó como el gran referente nacional del romanticismo. “Yo no sé quién le dijo a mi papá que la Virgen María se llamaba María Inés. Ellos estaban convencidos”. He ahí la razón de su nombre.
Miguel Ángel, David y Juan Salvador son los hijos de María Inés. Cada uno tiene un significado especial, que encuentra su raíz en el arte, en esa expansión del alma que la hace ser lo que es.
Ella, la licenciada en humanidades, que también tiene un diplomado en literatura de la Universidad Nacional, en cambio, lleva uno de los nombres más comunes de todos.
En la Sagrada Familia tiene una sagrada familia. Dicta clases en esa institución, liderada por una comunidad religiosa, y enseña a las niñas la importancia de las letras y la comunicación, de reconocer el valor de las obras que hoy nadan como sobras amarillentas en miles de estantes caseros. Hoy recordará, junto a sus alumnas, la novela de uno de los hitos de la literatura hispanoamericana del siglo XIX que se llama como ella.
Romántica, sí, para enamorarse de la poesía de Baudelaire, de Benedetti, de Borges y la narrativa de García Márquez –por supuesto–.
Sabe que el peor error para que alguien se anime a leer es obligarlo.
María, la amante de la lectura como respuesta. Lo de su María se hace obvio cuando cuenta que Alexandra, su mamá, es devota de la madre de Jesús, y decidió bautizarla así porque tuvo un parto sin complicaciones. Para hacer aún más clara la alusión mariana, su segundo nombre es Auxiliadora.
Pero no fue su mamá la que le inculcó el amor por la lectura. Eso vino orgánicamente, al observar los estantes de libros de su casa, en Santo Tomás.
Desde niña jugó y soñó con enseñar. Con transmitir el conocimiento. Por eso cursa dos carreras en simultáneo, que encierran un solo amor: el idioma. Licenciatura en lenguas extranjeras, segundo semestre, y licenciatura en español y literatura, en cuarto.
Ama la lógica en todo cuanto pueda rodearla, sobre todo si de letras se trata. “Me gusta mucho todo lo que tiene que ver con la gramática” y la concepción lógica de los principios que sustentan una lengua.
Sus preferencias literarias también responden a esas ansias de comprensión, del porqué. “El escarabajo de oro”, de Edgar Allan Poe, es su narración preferida por “el uso del razonamiento deductivo”.
María Auxiliadora Díaz, una tocaya con aspiraciones románticas que lamenta los finales tristes, como el de su inmortal tocaya. El idilio de esta María, de Mauxi, le coquetea a su sueño máximo de concretar un doctorado en lingüística. Los finales trágicos para su historia no son posibles si la siguen escribiendo sus ganas de dejar huella indeleble en las letras, como su homónima más famosa.
Jorge Isaacs, el romántico que habla inglés. Él no es Jorge Ricardo. Es Jorge Eliécer, como Gaitán, pero se apellida Isaacs. Es Jorge Eliécer Isaacs Díaz, el hijo de Pedro Pablo, el nieto de Teodoro, el de Buenavista, Magdalena. Es Jorge Isaacs, el de 52 años que aún conserva en la sala de su casa, en el barrio Las Palmas, un juguete en la pecera. “Eso lo hizo mi papá hace años”, cuenta recostado en el sofá. Seis bailarinas, la mitad pintada en monocromía, las otras de dorado, nadan entre la ruedita artesanal que señala.
Leyó ‘María’ cuando tenía como 10 años. “Estaba en quinto de primaria, me acuerdo”, pero no siguió escarbando en la vida de su ilustre tocayo porque tenía la convicción de que “no nos parecemos mucho”. Se equivoca en algo: ambos son románticos, pero cada quien muy, muy a su estilo.
El Jorge Isaacs barranquillero enamoraba dedicando canciones y recitando poemas. La respuesta a la pregunta de si aún lo hace es un vehemente “¡muchacha!”. “Eso de la inspiración cuando pasa el momento”.
Le preguntan que si ‘toma el pelo’ cuando firma algún documento, como en su más reciente visita al aeropuerto Ernesto Cortissoz, en el Museo de la Aviación. Porque ha vivido entre aviones. Trabajó como mecánico de aviación en Miami, donde vivió 26 años y aprendió el inglés, que le fluye como si fuera su lengua madre.
Para celebrar la acertada decisión de su padre, de bautizarlo Jorge porque su apellido era Isaacs, postergó la decisión. Sus dos hijos, por si acaso, también se llaman Jorge, por lo tanto…
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