No podía dejar de compartir con ustedes mi primera crónica publicada en el diario El Heraldo, en el suplemento Latitud el 22 de enero 2012. Las fotografías son de Rafael Pabón.
 |
Detalle en perspectiva desde el 'lobby' del inmueble consentido del patrimonio arquitectónico local,
símbolo de la hotelería tradicional de Barranquilla
|
La entrada
Desde el aire parece una fortaleza feudal, un castillo medieval cercado por un borde reverdecido de copas de árboles, dispuestas como séquito de vigilancia que pernocta en la palpitante intersección de la calle 70 con carrera 54, justo en el corazón del más emblemático de los barrios de la ciudad. Las tejas del rojo ladrillo que separan el cielo del cemento de la edificación surcan los metros cuadrados que acunan las 200 habitaciones dispuestas para acoger a todos los que se animen a dejarse embrujar por el encanto legendario del hotel insignia de Barranquilla.
La primera vez que visité el Hotel El Prado me pareció el lugar más asombroso del mundo, al menos, que estuviera a mi alcance. Sus paredes bañadas con la tradicional capa de color crema que invitaba a la más elevada sofisticación, sus ventanas coronadas con la carpa azul rey que parecían haber permanecido ahí desde los inicios del mundo, lo hacían parecer un monumento de forma pentagonal que se erigía solariego e imperioso en el barrio de los amores de la naciente ´Puerta de Oro’.
 |
Esta foto hace parte del dossier del hotel. Cortesía Hotel El Prado. |
El pretensioso vestíbulo adoquinado con molduras de figuras neoclásicas se asoma como un tragaluz de tiempo completo. La estructura ha sido el anfitrión por excelencia de todo aquel que arriba a El Prado. En sus inicios era igual a esa especie de carpa azul que recubre las ventanas acrisoladas que se muestran en la fachada del inmueble consentido del patrimonio arquitectónico local. Con el tiempo evolucionó a la imponente mezcla de concreto de la que pende una araña tan antigua como el hotel, cubierta de una capa de laca tan negra como el ébano, tan rústica como las cadenas que la sostienen.
Su entrada imponente me hacía recordar los lobbies que había visto en televisión, en las películas americanas, esas que trataba de emular desde mi casa de 30 metros cuadrados en el suroriente de la ciudad. Era un vestíbulo ideal e idealizado, y me sentí como Macaulay Culkin en la antecámara del hotel Waldorf Astoria, donde roería sus planes para no aburrirse en sus solitarias vacaciones en New York.
El lobby
Rafael Escalante ha hecho suyo el escalón que separa el jardín frontal del zaguán del hotel. Lleva 35 años trabajando como botones y no hay mejor anfitrión que él. Sus ojos verdes refulgen en su rostro hendido en años, enmarcados por unas cejas atravesadas por dos líneas blancas paralelas, teñidas del blanco típico de las canas -rezagos del tiempo- que interrumpen el negro original que las coloreaba. De caminar resuelto y afabilidad toda, se apresura a recibir a quien llegue a parar a la cúpula de bordes rectos y faroles taciturnos de épocas lejanas.
Llegué en un taxi, con mi mamá. La pizzería del hotel me esperaba con la ilusión del olor de los ingredientes que me guiarían como perro manso a su dueño ciego. Entonces me detuve. Las molduras de blanco ceniciento que se esparcen por el lugar se me antojaron fichas de colección. Avanzaba por el piso ajedrezado que como lienzo donde mis zapatillas de niña se deslizarían, terminaría por trazar un recorrido memorable, de esos de siempre recordar.
Lo primero de lo que uno se percata al pisar el lobby de la esta Joya Arquitectónica del Caribe es del inmenso árbol de Navidad que descansa en medio de los juegos de sala que reposan allí. El primero fue traído desde Miami y se adosa con una fúlgida malla roja que lo envuelve y unos cuantos adornos que suman casi las dos décadas de existencia. También es evidente el sello perentorio de la mueblería de Oriente, vestigio de los años en los que el hotel estuvo a cargo de los Nasser- Arana, expropiados de su posesión por los vínculos con el narcotráfico. Un sencillo centro de mesa navideño rompe la armonía de los textiles que forran la silletería importada. Un jarrón lleno hasta la mitad con bolas de acrílico moradas y plateadas. Giro la cabeza 90° porque sé que alguien me está mirando. Don Freddy Nieto, botones desde hace 26 años, me saluda con las pupilas entornadas en sus ojos repletos de sinceridad.
Sentí que me había descubierto, sin embargo, parece que a nadie le importó que yo estuviera ahí en ese preciso momento. Reparé con detalle las pinturas del maestro Loaiza, estampadas en la pared entre un ventanal y otro. Examiné los maleteros y el terciopelo rojo de las escaleras. Quise desfilar por ellas como la niña soñadora que quiere sentirse la reina del mundo, pero el sonido de un aparato en particular me sacó de mi ensimismamiento. El color marrón del teléfono que no paraba de sonar, similar al de una espesa malteada de chocolate, me recordó que tenía hambre.
“Botones, muy buenas tardes, habla Freddy…”. Esperé a que colgara para preguntar por lo que fui a buscar. Mientras, me fijé en el cuadro de eventos del día, que solo contenía una actividad empresarial de una reconocida agencia de viajes, justo en el último eslabón del tablero. Colgó. Entonces Freddy, de aspecto más sereno que Rafael, me hizo un breve resumen del maremágnum de personajes que ha desfilado por el primer hotel turístico de Latinoamérica, tan variopinto como numeroso. Reinas, cantantes, políticos, hasta miembros de la realeza mundial; todos han coincidido en los predios del hotel de los amores de Barranquilla.
Pero Freddy interrumpe su relato y con un entendible lenguaje de señas me invita a seguir los pasos de su compañero.