Se puede conocer al doctor Peláez con solo mirarlo. Las tres cuartas partes de sus pupilas indican siempre lo que hay que hacer. Traducen las instrucciones tácitas que su mente maquina a cada segundo. Es la pulsión propia de un profesor, de un maestro. El otro cuarto de su mirada es puro sentimiento, pura emoción. Su severidad se disfraza en el resquicio de ternura que se asoma, sin quererlo, entre sus titilantes cuencas coloreadas de marrón. Pero cuando se percata de que está dando más de la cuenta se autocensura. Esconde la sensibilidad de los grandes en una operación aritmética que repite como autómata: menos arandelas, más fútbol.
Esa ración matemática de su ser viene, seguramente, de la profesión que escogió. La ingeniería química lo sedujo en sus años de veraneo y la ejerció durante una década, tiempo de tregua que le dio el periodismo deportivo para que se decidiera por él. Le fue infiel a las ecuaciones diferenciales y a los polímeros para perder la cabeza por el deporte y fluctuar cada día entre pasiones y balones, anécdotas e historias, que se expanden en forma de ondas hertzianas hasta el mar, la selva, las cordilleras...
La timidez no puede esconderla. A pesar de ser el más veterano de los periodistas deportivos del país y ser toda una institución en el campo, no se acostumbra a ser tratado como tal. Tampoco al protocolo. Mientras se alista para recibir el Doctorado Honoris Causa que la Universidad Autónoma del Caribe le otorgaría por su exultante labor en los medios de comunicación, torea sus miedos de señor bravío rehusándose a vestir el rojo vibrante de la toga y el birrete.
No se peina. “Beatriz que no me peine, que eso no me gusta, que yo me paso la mano”. Su diestra es suficiente para acicalar los cabellos que aún se asoman por la lúcida cabeza que es capaz de recordar el más ínfimo detalle futbolero desde que tiene razón. Doña Beatriz Andrade, la dama que lo ha acompaña desde hace más de 40 años, se desvive en atenciones para él. Mujer de ciencia, como su esposo, es una matemática que cayó enamorada por la fórmula mágica del doctor.
Sus dotes con la química no los limitó al plano amoroso; los extrapoló al profesional. Al despuntar los 90 creó un programa radial que brilló con el suficiente fulgor para consagrarse como el preferido de los colombianos. ‘La luciérnaga’ aprovechó el ‘apagón’ para encender su chispa. Su formato alternativo cogió el impulso de los racionamientos de la época de Gaviria y ha volado alto para iluminar el camino de los que han contado con la suerte de caer ante en sus micrófonos.
Peláez ha sido padre cada vez que a su dirección ha llegado un nuevo integrante a la mesa de trabajo que lidera, pero a los hijos que más ama, son, indisputablemente, sus nietos. Los retoños de Jorge Hernán, María Beatriz y José Manuel suman cinco razones para aventurarse a hacer cosas que de otra forma no ocurrirían. “Beatriz, bueno, está bien. Tómame una foto con esta cosa para que me vean los niños. Sí, con el birrete”.
La radio es la musa que lo inspira. “No es un oficio, ya es un vicio”, resalta. Parece enfermo pero no por el cáncer de médula que tiene, sino por la expectativa que lo mantiene en actitud de reverencia hacia el medio de sus amores. Jorge Hernán, el primogénito, el heredero de la casta locutora de Peláez, recuerda que una vez lo encontraron oyendo Radio Reloj a las tres de la madrugada para chequear la hora. Es una pasión de tiempo completo. Un fervor que lo supera y que palpita al ritmo de su vigor.
No le gusta que lo miren con lástima. Se opone tajantemente a que lo traten como si ya se fuera a morir. La manía del doctor por el trabajo es una estricta norma que no va a amilanar ni la enfermedad incurable que tiene. Lo que toca es dormir el cáncer para que no haga metástasis, para que no se engulla el alma reticente del gran Hernán, que se niega a sucumbir a la patraña del deterioro de sus células madre.
Tanto es su hermetismo con el tema que cuando Jorge Hernán le dijo que sus seguidores se habían volcado a las redes sociales a enviarle mensajes de apoyo, su respuesta fue tan diáfana como su mente: “Qué va, eso es para desocupados y chupadores”. Pero que mire que la gente empezó a escribir más cosas. Que fue el tema del momento en Twitter. Que todos hablaban de Peláez y la entrevista de la Revista Bocas que tenía la primicia. Tuvo que resignarse a que saber que lo querían. Sus disimulados intentos por no darle importancia se esfumaron.
Pero lo que sí consiguió fue esconder al máximo su condición de paciente en tratamiento. Cuando Iván Mejía –quien también obtuvo un Honoris Causa de manos de la misma Alma Máter- lo abordó en el hotel donde se hospedaron para ir a almorzar juntos fue víctima de una treta de Peláez. “Que se adelante usted, Mejía, que Beatriz tiene que subir a cambiarse porque esa no es la ropa con la que va a almorzar con la gente de la U”. Mentira. Al doctor se le había olvidado tomarse la pastilla pero no iba a delatarse. Hizo cambiar de vestido a la Beatriz de sus amores para justificar su embuste. Así de estricto es.
Siempre lleva una cadena con un Cristo y su leal pipa. Las bocanadas de humo que suben como espiral y que danzan en el aire arrastran los recuerdos de otros días. Los días en El Campín con Jorge Hernán; los domingos en la cabina de Caracol Radio cuando lo llevaba al trabajo y él se quedaba atrás, en silencio, viendo los partidos; los tiempos en que caminaba por almacenes ‘La Música’ para seleccionar los mejores discos de los años 50 y 60, que hoy reposan en un cuarto cuya llave guarda celosamente. La ‘Muertoteca’, le llama.
Es un hombre de palabra. De esos de aquella época que cuando se decía algo, se cumplía. Amante de la Sonora Matancera y el buen vino, sueña con que la muerte lo agarre despierto. Explayado en una silla con tres pares de ruedas, al frente de un micrófono unidireccional en la cabina donde ha permanecido más de la mitad de su vida. Narrando una noticia deportiva.
Fotografías: Rafael Polo
2 comentarios:
Un excelente periodista deportivo, crecí escuchándolo.
Besos.
Podria decirse que conocí toda la vida del Dr. Peláez con este artículo. Excelente!
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