viernes, 12 de agosto de 2016

A los carpinteros de Getsemaní se les cierran las puertas

Por Andrea Jiménez Jiménez

El oficio de la ebanistería, uno de los más populares del sector, se va quedando sin exponentes. Los lugareños se han ido, dejando al barrio sin mano de obra y sin clientela.

Freddy Gaviria, uno de los más
antiguos carpinteros del barrio.
El sonido de la madera contra la sierra revela dónde viven los Gaviria, la última dinastía de ebanistas de Getsemaní. En la mitad del Callejón Ancho, tras una fachada morada, está su trono: un mesón enorme de madera, con madera sobre él y aserrín por todos lados. Solo ha habido tres 'reyes': Freddy, el monarca mayor, el 'Corli' (o Codli, como suena en lenguaje cartagenero); y Dávinson y Wilman, sus hijos.

Es una pobre estirpe, si se quiere. Un triduo que cabe en dos generaciones, apenas suficientes para que no se extinga uno de los oficios más tradicionales del barrio 'cool' del Centro Histórico. Padre y hijos son nombrados cuando se pregunta quiénes son los carpinteros de Getsemaní. "Los Gaviria" o "donde el Codli", da la misma cosa.

Como si esperara a alguien, Freddy levanta la cabeza en pleno sopor de la tarde del jueves. Está lijando un mueble de cocina que le encargaron en Barranquilla. ¿Usted es el que hace los portones del Centro? Dice que no, que hay que llegar a la Calle del Pozo para encontrarlos. Dos cuadras abajo, al frente de un parquecito con estatuas de latón, está la respuesta.

El sitio tiene más apariencia de 'palacio' que la casa de los Gaviria. Es una gran mole blanca sin puertas ni ventanas. Las reemplaza una estera de metal que cubre todo el frente, todo echada hacia arriba. No se ve nada, excepto estacas de madera arriba y abajo, unas sobre otras, y un camino irregular que sube y baja, todo de piedras y aserrín. ¿Aquí hacen los portones del Centro? "Sí, todos", dice la única mujer que se ve en Maderas Carrillo, un depósito convertido en tres improvisados talleres de ebanistería. Todos los carpinteros de Getsemaní caben en el patio esa casa. Excepto los Gaviria, que tienen su propio 'principado'.

El primero que se asoma es Ulises Taborda, el cachaco. Casi no se le puede oír porque el sonido de la sierra hace inaudible cualquier otro. Entonces desconecta el aparato para contar cómo fue que hace siete años, luego de una visita a una clienta, decidió dejar Bogotá e instalarse en Cartagena. "Podría decir que me quedé por el negocio, pero sentí que algo especial podría pasar acá". Llegó a Getsemaní a comprar material donde los Carrillo y convenció a la dueña de quedarse alquilado en un rincón de ese patio donde todo es polvoriento, rústico y marrón.

Los portones de La Heroica han sido su "principal negocio". Los fabrica, los repara y los reproduce a escala. "Siempre hay flujo de trabajo", y así es como puede restaurar, en promedio, tres al mes, y elaborar uno completo en el mismo tiempo. Lo acompaña ese jueves Jorge Luis, un aprendiz que no suda aunque el calor doblegue a su patrón. Él, junto a tres carpinteros más, ayudan a Taborda, de 47 años, a cumplir con los pedidos que van llegando, que se cotizan al alza de la madera en el mercado. La ceiba y la teca, las más cotizadas, harán que un portal cueste entre 4 y 5 millones, mientras que uno hecho en amargo, el roble y el cedro común, las más baratas, no superará los dos millones.

El último portón hecho por los Gaviria.
Lo hizo Wilman hace dos meses.
Esa tarde solo está él, porque al parecer es el único que tiene suficiente trabajo como para quedarse esa jornada calurosa e insoportable cortando y pegando trozos de ceiba. Faltan Alfonso Urueta y Eliécer Guerrero, cabezas del par de talleres que también funcionan allí.

Se aparecen al día siguiente, el viernes muy temprano, y reciben el día bañados en aserrín. Son los más antiguos carpinteros de Getsemaní, dicen el uno del otro. También estaban los Batista, otra dinastía, pero se mudaron. "Se fueron para Chile, pero el barrio, no la ciudad", cuenta Urueta, de 62 años, sobrino de Carlos Batista Santana, "mi papá de crianza y maestro del oficio". A los nueve años, su tío ya le estaba enseñando cómo cortar el triplex y otros materiales. "Independiente y sin ayudante", cuenta que hace tres años no hace un portal.

Guerrero, de la misma edad, lo acompaña en su suerte. Ya no les encargan portones costosos de gran elaboración, sino "lo que salga". Hay meses en los que no sale nada. No son los tiempos de Marco Fidel Álvarez, otro viejo carpintero getsemanisense, ahora residenciado en Blas de Lezo. Tampoco los de Antonio Sayas, colega de la época, que ahora vive "quién sabe dónde". Se van los vecinos, y con ellos, los clientes. "Ya no hay a quién venderle. Por aquí ahora son más los extranjeros que los propios".

Los ebanistas y los que no, nacidos también en Getsemaní, han visto la oportunidad de aumentar su patrimonio al irse del barrio. Venden una casa en alrededor de 2 mil millones de pesos y compran, con ese dinero, cuatro más en diferentes puntos de Cartagena. Tampoco hay con qué pagar el millonario predial, así que salir del sector se convierte en lo más rentable.

Estudiantes en una clase de carpintería en la Escuela Taller.
Los que quedan son la resistencia, los empecinados a defender su legado familiar justo donde nacieron. "Como 'el Codli'", dice Alfonso. "Ese aprendió conmigo".

Hay que volver al 'castillo' del Callejón Ancho para entender que aunque Freddy 'el Corli' Gaviria no hace portones ya, algún día los fabricó. Hoy, esporádicamente, esa labor le toca a su hijo. A Wilman, que cortó, pegó, lijó y pintó el último hace dos meses, en compañía de los estudiantes de la Escuela Taller, una institución de educación gratuita enfocada en oficios patrimoniales. Queda dos cuadras arriba, y allí se enseña a 18 jóvenes cartageneros el arte de trabajar con madera.

Jesús David Alarcón tiene 17 años y hace parte del curso de carpintería. No parece entusiasmarle mucho, pero actúa como si no tuviera más camino. Es uno de los tres getsemanisenses del salón. "Me metí porque mis dos amigos se inscribieron". Álex Gaviria y Cristian Watson, se llaman. Ese viernes no fueron a la clase, y así parece irse notando el descuido de los lugareños por preservar uno de los saberes ancestrales que se han cultivado en esas calles del Centro Histórico.

Que ya no da plata, dicen los viejos. "Todo lo quieren barato y no se puede. Yo los mando pa' Bazurto, que es regalado", dice 'el Codli'. Que el turismo hace mella, dice la academia. "La dinámica en Getsemaní es diferente a la de otros barrios populares de Cartagena. Aquí el turismo ha despertado el interés por otras opciones laborales. Los jóvenes no ven la carpintería como algo de estrato, como algo digno", alerta Leisy Rivera, coordinadora académica de la Escuela Taller. Hace 24 años fue fundada para preservar los oficios ancestrales del sector, pero ha ido perdiendo popularidad entre los vecinos.


Las puertas y las ventanas siguen en su sitio. Pronto, los que no lo estarán, serán sus creadores. Eso lo dicen lo todos.

lunes, 8 de agosto de 2016

Entrevista

"Las tetas ahora son para un buen escote"


La vocalista de Aterciopelados defendió el derecho de amamantar sin ser señaladas. Cuestionó también la doble moral de la desnudez pública.

Por Andrea Jiménez Jiménez
Andrea Echeverri posó junto a las madres y los niños
en la Tetatón, en Barranquilla.

A Andrea Echeverri no la ocupa demasiado el regreso de Aterciopelados a la música luego de ocho años. Siempre libre, aunque una disquera la llene de contratos, la vocalista de la banda de rock más importante de las últimas dos décadas en Colombia se aferra más que nunca a su papel como "activista por los derechos" de las mujeres. Esta vez defiende el poder lactar sin ser señaladas. Si a los más puritanos les parece escandaloso, a Echeverri le parece algo "natural". Así lo dejó claro el sábado, en el parque El Golf, en Barranquilla, cuando, junto a Li Saumet -colega y vocalista de Bomba Estéreo-, le puso rostro de figura pública a la Tetatón, evento organizado por el colectivo MamaQuilla, que busca incentivar la lactancia materna. En público. Sin pena.

¿Cómo llegó a la Tetatón?
Las chicas de MamaQuilla me invitaron. Está muy bonito porque tiene que ver con un pasado reciente mío. Mis chicos ya son grandes, pero pasé por ese proceso con mucha felicidad, con dificultad también. Escribí muchas canciones al respecto. Tengo videos con mis hijos y de alguna manera simbolizo esa cosa maternal con el asunto de dar teta.  Tengo una canción que se llama 'Lactochampeta'.

No es la única composición que ha hecho sobre la maternidad...
De eso tengo muchas canciones. Cuando nació mi primera hija hice un disco que se llama 'Andrea Echeverri 1'.  Ese tiene la 'Lactochampeta', tiene otra que se llama 'A Eme O', que es donde salgo en una bicicleta con mi hija. Tiene una que se llama 'Amniótico', y dice "amor antes de la primera vista, amor a la primera patada". Es todo un disco que escribí en la época en la que estuve embarazada, cuando nació ella, cuando le di teta. Es un disco muy iluminado por la experiencia maternal. Y años más tarde hice otro disco que se llama 'Dos', que está muy conectado con la infancia de mis hijos, con mi infancia. Canté canciones que mi mamá me cantaba, toda la familia cantó en el disco. Tengo mi historia con todo el proceso de ser mamá y de tener una familia.

Todavía hay tabúes alrededor de la lactancia en público. ¿Le atribuye esto a la desnudez o a otro aspecto?
Que no les guste que una mujer dé pecho en público, eso está muy raro. Es lo mismo: la desnudez,  las tetas y las chicas sexis por todas partes y todo el mundo las celebra y a todo el mundo le parece perfecto, y un acto tan natural y tan básico como darle pecho a tu bebé, eso sí lo censuran. Eso significa que la sociedad está loca, que los valores están volteados. Es increíblemente ridículo. Mi hija de 14 años me lo comentaba: "Sí, mamá, en Youtube hay un video de una chica en un centro comercial dándole teta al bebé. Atrás hay una foto de una portada de Soho con una chica con todo por fuera, y eso sí perfecto. En cambio viene el policía a regañar a la chica que da teta". ¡Eso es una cosa absurda!.

¿Cómo percibe el papel del hombre en la lactancia materna?
Ahorita había unos chicos aquí. Estaba muy bonito porque hicieron pasar a los señores adelante y que cada uno hablara de su experiencia, porque definitivamente vivimos en una cultura con muchas cosas del pasado, del machismo y la división de roles, entonces la mujer es la que hace el oficio. Ellos hablaban de eso precisamente. Es algo cotidiano y puede parecer sin mucha importancia, pero la tiene totalmente. Cómo la cosa se tiene que empezar a nivelar y cómo los papás, o si la persona no tiene pareja, el hermano, el papá, cualquier figura masculina, deben ayudar. Es importante que todas las personas hablen de los procesos, se ayuden, porque definitivamente ser madre es dificilísimo. Lactar duele, te puede dar mastitis. Todo suena súper rosadito y de corazoncitos, pero en realidad es un proceso duro, que requiere de todo tu compromiso y puede haber muchos obstáculos. Es bonito que haya toda esta clase de manifestaciones a favor de que las mamás podamos ejercer la maternidad con más profundidad. Hay muchas influencias lo superficial y de lo estético, y las tetas ahora tienen que ser es para un buen escote. ¡No! Bonito conectarse otra vez con que la teta es para darle de comer a los bebés. Para eso es que son.

¿Han avanzado las madres de hoy en la defensa de su derecho a amamantar?
Los maridos a veces les prohíben a las chicas dar teta que porque después van a quedar feas. ¡¿Que qué?! Otra vez es lo mismo. Hay momentos en la vida para todo. Hay momentos en que estás escultural y sexi y linda, pero cuando tienes un bebé estás para tu bebé. En tu cuerpo se forma, de ahí sale y luego se puede alimentar de ti. Es súper bonito, tanto para ti como para el bebé. Y no solo eso, tiene cantidad de implicaciones a nivel de nutrición, a nivel psicológico, a nivel de seguridad del chico. En la cabeza de uno también. Hacerlo bien te da poder. Yo recuerdo esa sensación cósmica: te sentías como parte de la naturaleza, como un árbol, como una planta. Era una cosa muy especial, muy hermosa, y no podemos dejar que ese tipo de pensamiento revista a la mujer y la cosa se vuelva ser sexis. Eso puede suceder, pero la esencia femenina está en otro lugar. La esencia femenina definitivamente es cuidar al otro.

Eso podría ser interpretado como machista, como si las mujeres hubieran nacido necesariamente para ser madres...

No. En mi caso, di teta y fue súper bonito. También me parece bonito el respeto a todo el mundo. Las mujeres no es que tengamos que ser madres. En la sociedad actual hay espacios para todo el mundo y tú puedes escoger si quieres ser mamá o quieres ser otra cosa. Totalmente válido. Y luego también hay personas que tienen problemas dando teta, y no es la idea que si una mamá no puede dar teta se sienta súper mal, pero sí definitivamente es chévere atacar eso de que las mujeres somos un pedacito de carne de exhibición o de seducción. Con eso yo tampoco voy. Me parece bonito que una mujer se conecte con su esencia y también que fluya con sus opciones de vida. Pero si es mamá y que le dé teta a su hijo, si lo logra, es una bendición para él, para ella.

domingo, 31 de julio de 2016

Gabo sí tiene quien lo visite, aunque no lo sepan

El mausoleo donde reposan las cenizas del autor de 'Cien años de soledad', ubicado en el claustro La Merced, en Cartagena, recibe cientos de visitantes cada semana. Sin embargo, la mayoría desconoce que allí hace el Nobel, o ni siquiera lo reconocen.

Así luce el busto de Gabo, esculpido por la artista británica Katie Murray, sobre la plataforma de cristal y el aljibe.

Por Andrea Jiménez Jiménez 
Gabo no es tan universal como parece. No, al menos, en la última morada del más grande de los novelistas colombianos. En el Claustro de La Merced de Cartagena, donde reposan sus cenizas, no todos saben que está ahí. Ni siquiera lo reconocen cuando los recibe su imagen sonriente, esculpida en piedra por la británica Katie Murray, subida a una columna de mármol.

El busto del autor no concentra muchas miradas. Abierto al público hace 70 días, el resguardo del Nobel compite con todo lo que conforma esa sede de la Universidad de Cartagena, elegida por Mercedes Barcha, viuda del escritor, para albergar los restos mortales del creador de Macondo.

Lo primero que llama la atención de los turistas es la arquitectura del lugar. Eso dice Luisa Coelho, una brasileña de 31 años que llegó al sitio el viernes "caminando". El claustro, declarado Monumento Nacional, exhibe el aura colonial que se repite en las fachadas del Centro Histórico de 'La Heroica'. Por eso es natural que, siguiendo el camino de las murallas, los extranjeros se detengan ante la fachada rosada de La Merced.

Una placa en la pared exterior, de esas que identifican las calles de la Ciudad Amurallada, muestra el nombre de la edificación y revela que allí se preserva parte de la historia de la Cartagena de Indias que todos, o la mayoría, han ido a buscar. Así se topan con el único Nobel colombiano, aunque no lo noten.

Eso fue lo que le ocurrió a Denis Lima, el novio de Luisa, quien asegura que García Márquez fue el primer Nobel de Literatura. "¿Era portugués o latino?". Lo que sabe del escritor de Aracataca es más bien difuso, pero repite con vehemencia que "fue amigo de Jorge Amado", escritor brasileño.

Vista lateral del monumento a Gabo. Denis Lima, turista brasilero,
recorre el claustro que lo acoge.
Un aljibe enorme, añejo y subterráneo; una plataforma de cristal y unas plantas dispuestas al pie del mausoleo completan el refugio garciamarquiano que, según cifras de la Universidad de Cartagena, recibió "más de 1.800 visitas" entre el 22 de mayo y el 30 de junio. El registro indica visitantes de 41 países, provenientes principalmente de Estados Unidos (142 personas), Brasil (102) y México (74). Pero el margen de error de dichos archivos es amplio, a juzgar por lo ocurrido ese viernes, cuando, entre las 3 y las 5 p.m., 15 extranjeros ingresaron al lugar y ninguno firmó la planilla de visitas.

No lo hicieron Luisa ni Denis, ni tampoco un par de europeos que solo dieron una vuelta por el antiguo convento. Gabo pasó inadvertido. Como también ocurrió con otra pareja que solo asomó, buscó el baño, fotografió sus balcones y partió a los dos minutos. No parece impresionarle a nadie el busto de 1,5 metros, ni su ornamentación. No hay flashes para el monumento, solo prisa por seguir recorriendo las murallas.

Es por accidente que se ha ido engrosando la lista de visitas, según Leidy Pestana, vigilante de turno. Cuenta que esa tarde está "quieta", pero la sacan de la inercia los Ocoró Mondragón, liderados por Bertha, nicaragüense, y Gustavo, colombiano. Sus hijos, de 15 y 17 años, los acompañan.

Son los únicos visitantes de la jornada que saben quién es Gabo y por qué está ahí. Solo ellos se fotografiaron en la plataforma de las cenizas, y también en la imagen en HD del escritor que reposa en una de las paredes.  "Está bien, pero esperaba que estuviera mejor. Suponía que iban a tirar la casa por la ventana", dice Gustavo, a quien el panteón le parece "un poquito simple". Una visita de 10 minutos sacia la curiosidad de la familia, que echó de menos un guía que les diera detalles de la construcción.

Los que llenan ese vacío son los vigilantes, como Pedro Martínez, quien acompaña a Leidy. Acaba de señalarle a un oriental el sitio exacto donde se encuentran las cenizas del Nobel, la pregunta más frecuente en el lugar: " justo debajo del busto".

Fachada del Claustro La Merced.
Sobre las 5 p.m., hora en la que se cierra La Merced al público, llega un grupo de turistas. Llevan cámaras, pero no disparan al monumento. Señalan al balcón y no se dan por enterados de que Gabo, reducido, es el que está allí. "La mayoría está azul", comenta al día siguiente Thiago Moncaris, con nombre de turista brasileño, pero quien en realidad es el vigilante cartagenero del turno del sábado. Tiene claro que Gabo y sus cenizas pasan inadvertidas casi siempre. 

Es mediodía y el Nobel, sin visitantes en la última hora, sigue allí, sonriendo a los que no llegan. "Como esto todavía no lo han organizado bien" la afluencia no es mucha, o no como la que puede esperarse para una figura como el cataquero.

"Hay mexicanos que lloran", continúa el de seguridad, para explicar que García Márquez no es un desconocido para todos. Hay extranjeros que tiene claro quién es el autor de 'Cien años de soledad'. Los más recientes son los Mathias, unos brasileños que reconocen al autor y las mariposas amarillas artificiales posadas en los árboles de almendro del recinto. La familia entró al claustro luego de leer, en una placa conmemorativa casi siempre ignorada, al pie de la fachada, que allí se encuentran las cenizas del escritor.

"¿Murió en Cuba o aquí", pregunta Nelo, el único del grupo que habla español. "En México", responde Thiago, que también tiene claras otro par de cosas sobre el Nobel, o por lo menos, sobre lo que va de su estancia sobre el aljibe. Una, que la hora en la que más llega gente es a las 5:15 p.m., "cuando ya hemos cerrado la reja". Y dos, que el día de mayor afluencia es el domingo, "cuando no abrimos". Tienen mucho de Macondo sus sentencias.



miércoles, 20 de julio de 2016

De Aracataca a Macondo, un viaje a los pueblos de García Márquez

Este artículo fue publicado en los diarios ADN y El Tiempo.

La Casa del Telegrafista, el lugar donde trabajaba el padre de Gabo. La foto es de Guillermo González para la casa editorial El Tiempo.

Es difícil saber cuándo uno deja de estar en Aracataca y comienza a estar en Macondo. Debe ser porque desde el inicio de los tiempos, cuando era una aldea de veinte casas de barro y cañabrava, han sido la misma cosa. Los cataqueros se sienten orgullosos de habitar ese pedazo de tierra adonde los arrojó el devenir, que sin agua a la altura de la Academia Sueca ni infraestructura hotelera de Nobel, es el pueblo colombiano más anclado a la globalidad: su nombre (sus nombres) aparece una y otra vez en un laberinto de fonemas islandeses, portugueses, alemanes, rumanos y cualquiera que haya intentado acercarse, desde una lengua diferente al español, a ese caserío cercado por un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas; blancas y enormes como huevos prehistóricos.
"No había una puerta, una grieta de un muro, un rastro humano que no tuviera dentro de mí una resonancia sobrenatural", escribía García Márquez sobre el regreso a su pueblo en 1950, y esa oscilación onírica está plasmada, 65 años después, en las fachadas de esa legión literaria con sede en la realidad más mágica imaginada, que alardea de su condición pintando avisos con aerosol que le llaman 'La Hojarasca' a una miscelánea, o ‘Ciclorrepuestos Macondianos’ a un taller de bicicletas. O bautizan ‘Billares Casa e’ tabla de Macondo’ al sitio de distracción. Y 'Macondo' a una ebanistería, o al arroz que vierten al mediodía en las ollas de peltre, antesala de la siesta inmutable del mediodía, cuando afuera se levanta el polvo invisible y ardiente hasta que el bullicio de las tres saca a todos de las hamacas y los devuelve a su lugar habitual.

“Solo quedaron los almendros polvorientos, las calles reverberantes, las casas de madera y techos de cinc oxidado con sus gentes taciturnas, devastadas por los recuerdos". La United Fruit Company a estas alturas es un fantasma que se señala con el dedo: ahí quedaba esto y aquello, el comisariato, los vestigios. Ya no hay dolor, sino una alegría colectiva y mesurada, suficiente para alzar la mano y saludar al forastero que pasa agobiado por el calor inhumano; para agradecer por acordarse de Aracataca y su vida común, punto aparte de la ensoñación que despierta ser y estar en el pueblo del nieto de Papalelo, del coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía, donde la ruta que atraviesa las cuatro esquinas de esa aldea fantástica no puede si no llamarse Transmacondo.
“Lo único cierto –decía Gabo- era que se llevaron todo: el dinero, las brisas de diciembre, el chuchillo del pan, el trueno de las tres de la tarde, el aroma de los jardines, el amor”. Pero lo que se llevaron los gringos lo repuso el tiempo y él mismo, sin quererlo. Se colgaron letreros oficiales, como el de ‘Luisa Santiaga Márquez Iguarán, al pie de una carretera pavimentada y sobre la fachada del hospital municipal’, o el de ‘Remedios la Bella’, que corona la biblioteca más feliz del mundo, porque Gabriel José de la Concordia es suyo.
La misma Remedios evanescente se trepó a lo alto del monumento que mira de frente a la antigua estación del ferrocarril, pero un grupo de turistas, ávidos de recuerdos tangibles, la echaron abajo en un intento por fotografiarse junto a ella y el prodigio de su ascensión.
A la estatua cercenada, de la que solo queda la base de un libro abierto sin rastro de letras, la encara la blanca estación férrea, reducida a una mole de ladrillos, donde la sombra brinda más clemencia que en cualquier otro lugar del pueblo. Gente cualquiera, a cualquier hora, va a buscar allá algo que nadie sabe qué es, pero necesario e imperativo. El que viene de afuera espera que el fantasma de Gabo se asome entre el cementerio de bicitaxis que duermen acurrucados en uno de los hangares traseros sin techo, o surja del otro lado del riel, aguardando por el tren carbonífero que se olvidó de la primera, segunda y tercera clase de sus épocas primarias, incluso de los vagones genéricos que lo llevaron a la excursión de vender la casa materna, donde hoy se levanta la historia museística de su niñez surreal.
Que la acogería el Estado, que sería el museo Leo Matiz, que tendría un Juan Valdez… de todo dicen todos sobre esta melancólica esquina que fue, en los tiempos juveniles del Nobel, una “versión tropical de las que conocíamos por las películas de vaqueros”. La actualidad la tiene situada en el mismo lugar, viendo en primer plano ese tren infinito que aparece zumbando, sin funcionalidad alguna.
Con la misma desidia es tratada la fuente inconclusa que la cementera mexicana Cemex le regaló a Macondo, “que no tiene ni agua buena para tomar y ahora iba a salir de ahí”, como dice un cataquero que me ayuda a descifrar de qué se trata esa estructura llamativa con forma de puente, donde son legibles las primeras y las últimas palabras de ‘Cien años de soledad’. La rodean varios cubos de cemento, que, juntos, dejan leer de un solo tajo ‘Macondo’, el nombre sonoro que hoy arrastra este reino bananero, llamado como la única hacienda del trayecto Ciénaga-Aracataca que exhibía su identidad.
No es el comienzo del mundo Aracataca, donde apenas nacía el planeta y a las cosas carecían de nombre. Tanto, que había que señalarlas con el dedo para nombrarlas. Tampoco la promesa nostálgica que se va colando por los impulsos latentes de la oficina del telégrafo, cerrada ahora por remodelación. Nada queda de ese “todo idéntico a los recuerdos” de Gabo, ni mucho menos “reducido y pobre”. Pero sí es Macondo y su realismo mágico, con el relieve que significa ser la cuna del único Nobel que ha salido de esta tierra que busca redención.
Es ese lugar quimérico que mira con cotidianidad cómo vienen y se van gentes de otras latitudes, encantadas e imantadas por la posibilidad de que todo recuerde el universo garciamarquiano, cuando para los lugareños no es más que la costumbre de su día a día, que se gasta recordando la genialidad de un coterráneo que les hizo favor de ponerlos en el mapa mundial, al que –siguiendo la norma cruel de un país en guerra-, solo hubieran podido llegar a través de la tragedia. A la literatura deben el milagro. A Gabo, todo su honor y corazón.