miércoles, 20 de julio de 2016

De Aracataca a Macondo, un viaje a los pueblos de García Márquez

Este artículo fue publicado en los diarios ADN y El Tiempo.

La Casa del Telegrafista, el lugar donde trabajaba el padre de Gabo. La foto es de Guillermo González para la casa editorial El Tiempo.

Es difícil saber cuándo uno deja de estar en Aracataca y comienza a estar en Macondo. Debe ser porque desde el inicio de los tiempos, cuando era una aldea de veinte casas de barro y cañabrava, han sido la misma cosa. Los cataqueros se sienten orgullosos de habitar ese pedazo de tierra adonde los arrojó el devenir, que sin agua a la altura de la Academia Sueca ni infraestructura hotelera de Nobel, es el pueblo colombiano más anclado a la globalidad: su nombre (sus nombres) aparece una y otra vez en un laberinto de fonemas islandeses, portugueses, alemanes, rumanos y cualquiera que haya intentado acercarse, desde una lengua diferente al español, a ese caserío cercado por un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas; blancas y enormes como huevos prehistóricos.
"No había una puerta, una grieta de un muro, un rastro humano que no tuviera dentro de mí una resonancia sobrenatural", escribía García Márquez sobre el regreso a su pueblo en 1950, y esa oscilación onírica está plasmada, 65 años después, en las fachadas de esa legión literaria con sede en la realidad más mágica imaginada, que alardea de su condición pintando avisos con aerosol que le llaman 'La Hojarasca' a una miscelánea, o ‘Ciclorrepuestos Macondianos’ a un taller de bicicletas. O bautizan ‘Billares Casa e’ tabla de Macondo’ al sitio de distracción. Y 'Macondo' a una ebanistería, o al arroz que vierten al mediodía en las ollas de peltre, antesala de la siesta inmutable del mediodía, cuando afuera se levanta el polvo invisible y ardiente hasta que el bullicio de las tres saca a todos de las hamacas y los devuelve a su lugar habitual.

“Solo quedaron los almendros polvorientos, las calles reverberantes, las casas de madera y techos de cinc oxidado con sus gentes taciturnas, devastadas por los recuerdos". La United Fruit Company a estas alturas es un fantasma que se señala con el dedo: ahí quedaba esto y aquello, el comisariato, los vestigios. Ya no hay dolor, sino una alegría colectiva y mesurada, suficiente para alzar la mano y saludar al forastero que pasa agobiado por el calor inhumano; para agradecer por acordarse de Aracataca y su vida común, punto aparte de la ensoñación que despierta ser y estar en el pueblo del nieto de Papalelo, del coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía, donde la ruta que atraviesa las cuatro esquinas de esa aldea fantástica no puede si no llamarse Transmacondo.
“Lo único cierto –decía Gabo- era que se llevaron todo: el dinero, las brisas de diciembre, el chuchillo del pan, el trueno de las tres de la tarde, el aroma de los jardines, el amor”. Pero lo que se llevaron los gringos lo repuso el tiempo y él mismo, sin quererlo. Se colgaron letreros oficiales, como el de ‘Luisa Santiaga Márquez Iguarán, al pie de una carretera pavimentada y sobre la fachada del hospital municipal’, o el de ‘Remedios la Bella’, que corona la biblioteca más feliz del mundo, porque Gabriel José de la Concordia es suyo.
La misma Remedios evanescente se trepó a lo alto del monumento que mira de frente a la antigua estación del ferrocarril, pero un grupo de turistas, ávidos de recuerdos tangibles, la echaron abajo en un intento por fotografiarse junto a ella y el prodigio de su ascensión.
A la estatua cercenada, de la que solo queda la base de un libro abierto sin rastro de letras, la encara la blanca estación férrea, reducida a una mole de ladrillos, donde la sombra brinda más clemencia que en cualquier otro lugar del pueblo. Gente cualquiera, a cualquier hora, va a buscar allá algo que nadie sabe qué es, pero necesario e imperativo. El que viene de afuera espera que el fantasma de Gabo se asome entre el cementerio de bicitaxis que duermen acurrucados en uno de los hangares traseros sin techo, o surja del otro lado del riel, aguardando por el tren carbonífero que se olvidó de la primera, segunda y tercera clase de sus épocas primarias, incluso de los vagones genéricos que lo llevaron a la excursión de vender la casa materna, donde hoy se levanta la historia museística de su niñez surreal.
Que la acogería el Estado, que sería el museo Leo Matiz, que tendría un Juan Valdez… de todo dicen todos sobre esta melancólica esquina que fue, en los tiempos juveniles del Nobel, una “versión tropical de las que conocíamos por las películas de vaqueros”. La actualidad la tiene situada en el mismo lugar, viendo en primer plano ese tren infinito que aparece zumbando, sin funcionalidad alguna.
Con la misma desidia es tratada la fuente inconclusa que la cementera mexicana Cemex le regaló a Macondo, “que no tiene ni agua buena para tomar y ahora iba a salir de ahí”, como dice un cataquero que me ayuda a descifrar de qué se trata esa estructura llamativa con forma de puente, donde son legibles las primeras y las últimas palabras de ‘Cien años de soledad’. La rodean varios cubos de cemento, que, juntos, dejan leer de un solo tajo ‘Macondo’, el nombre sonoro que hoy arrastra este reino bananero, llamado como la única hacienda del trayecto Ciénaga-Aracataca que exhibía su identidad.
No es el comienzo del mundo Aracataca, donde apenas nacía el planeta y a las cosas carecían de nombre. Tanto, que había que señalarlas con el dedo para nombrarlas. Tampoco la promesa nostálgica que se va colando por los impulsos latentes de la oficina del telégrafo, cerrada ahora por remodelación. Nada queda de ese “todo idéntico a los recuerdos” de Gabo, ni mucho menos “reducido y pobre”. Pero sí es Macondo y su realismo mágico, con el relieve que significa ser la cuna del único Nobel que ha salido de esta tierra que busca redención.
Es ese lugar quimérico que mira con cotidianidad cómo vienen y se van gentes de otras latitudes, encantadas e imantadas por la posibilidad de que todo recuerde el universo garciamarquiano, cuando para los lugareños no es más que la costumbre de su día a día, que se gasta recordando la genialidad de un coterráneo que les hizo favor de ponerlos en el mapa mundial, al que –siguiendo la norma cruel de un país en guerra-, solo hubieran podido llegar a través de la tragedia. A la literatura deben el milagro. A Gabo, todo su honor y corazón.

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