Este reportaje lo escribí conjuntamente con Rafael Pabón. A él, toda mi admiración...
La alegría recorre las calles de Barranquilla. Va de arriba abajo, de norte a sur. Viaja con el vaivén del viento, al ritmo de las tradiciones del África ancestral. Se engalana con encanto, va vestida de oro y negro, dulzona y provocativa. Una corona de sabor seductor que cubre la frente de su anfitriona, esa negra imponente que se pasea por las calles de Curramba, la cuota afrodescendiente que se hace sentir en las polvorientas vías de la ciudad de las puertas de oro. La misma que cada día inicia su rutina diaria cuando apenas el sol empieza a asomarse…
Maryuris Valdez se levanta a las 5 de la mañana, se alista rápido para marcharse al mercado, donde compra todos los materiales que usa para preparar los bollos que, después de tres de la tarde, serán puestos a la venta en las afueras de la Olímpica de la concurrida calle 72 con la carrera 43. Desde hace seis generaciones su familia viene adiestrando a las mujeres en el delicado arte de la cocina, uno muy distante de la alta culinaria que se enseña en reconocidas academias internacionales. En este, la fabricación de dulces y bollos se ha convertido en su sustento desde que el primero de su estirpe se estableciera en la ciudad.
Ataviados con siglos de conocimiento, los hijos del continente negro, cuando eran llevados para servir de esclavos en las Américas, traían consigo tan sólo el orgullo de una raza que destilaba libertad y sus costumbres, creencias místicas de profunda comunión con su propio cuerpo. Esa magia, ritmo e ingenio, revolucionaron para siempre la maquinaria infatigable de la cultura eclesiástica occidental, la música, el baile y por supuesto, la cocina.
El sabor de las nuevas recetas sazonadas al fogón de la astucia de las mujeres de etnia africana, sorprendió los paladares del Nuevo Mundo. Los primeros emigrantes que se dirigían a Barranquilla desde San Basilio de Palenque -bastión de la tortuosa lucha por la libertad del pueblo negro- vieron en este hecho una forma de ganarse la vida, pues los secretos de sus cautivadores sabores no eran comunes para los ciudadanos de la pujante capital del Atlántico.
Desde entonces, el inconfundible grito de “Alegría, cocada, enyucaooo”, se ha fusionado con el sonido vivaz del papayero, el carraspeo incesante de la María Mulata y el armónico millo que acompasa la cumbia; acordes estos que enmarcan el panorama general del epicentro de la región Caribe y su cada vez más, cosmopolita realidad. Conjunción de matices que otorgan un importante papel a la labor de cada mujer de raza negra que, en lugar de amedrentarse por la adusta competencia que crece diariamente gracias a la afluencia de menús internacionales, aún ven en `la palangana´ su leal instrumento, al que atiborran de bollos, mongomongos, caballitos y un sinfín de dulces sabores que deleitan el paladar de los compradores.
Al ritmo de una canción que recuerda los bullerengues sentidos de su natal Palenque, la familia de Maryuris ha preparado los bollos de mazorca, queso y angelito. Los hombres han molido el maíz mientras las mujeres dieron forma a su exquisita creación, una labor que como ella misma dice “no podría existir sin el trabajo en equipo”. Pacto de raza, firmado por la sangre tórrida que heredaron de sus ancestros, y que hoy les hace sentirse orgullosos de su tradición, esa que resume en una palabra, a la que todo le deben y a la que todo entregan sin reparo: familia.
Una amalgama de pasado y presente habita en la figura de estas mujeres. Maryuris mantiene vivo el legado de su abuela y su madre, no duda en que su pequeña Chelsea, de 4 años de edad, también recibirá esta antigua tradición, esta vez de su mano. Pero la evolución de su pueblo le ha llevado aun más lejos, Maryuris estudia Operaciones Comerciales en el SENA y, como ella, otro buen número de compañeras de trabajo consagra varias horas de su día en alguna institución educativa. Construyen futuro empleando la memoria de sus antepasados, pues ya no viven como en otro tiempo lo hicieran sus abuelos y necesitan adaptarse a un mundo que cambia a una velocidad vertiginosa.
Se sobreponen a todo, burlan el tiempo y el espacio. Más de una vez han intentado sacarlas del metro cuadrado que ocupan a las afueras del supermercado, pero su perseverancia les dio la garantía de poder permanecer ahí, pues quien no las reconozca por sus abultadas caderas y sus particulares trencitas, sinónimo de tesón y trabajo, no ha vivido lo suficiente como para saber que una protagonista de la historia late allí, entre el cemento y el cielo barranquillero, retando las nuevas tendencias que trae el afán de cada época y la arraigada idea de alejarnos más y más de nuestra esencia.
Los bollos ya están listos, sólo falta venderlos. Maryuris se apresta a cargarlos todos en una pesada ponchera donde la variedad satisface a cada cliente que llega por ellos. Una bocina suena insistentemente a las afueras de su hogar en el barrio El Valle. Es el taxi que cada día la lleva a su lugar de trabajo. Ella se apremia a salir al encuentro con sus vecinas, séquito de mujeres que al igual que ella, y como la mayoría de descendientes africanas, se dedican a la elaboración y comercialización de dulces y bollos, combinación de harinas y féculas, frutos y azúcares, mezcla de sabores que en su dulce silencio parecen entonar melodías de mas allá del océano, bajo el compás de los pasos de estas poderosas mujeres, que resuenan como tambores cincelados contra el sol ardiente. Mientras se alejan, el África vive y sueña...